A Danilo Barreiros, mi abuelo.
A los veinte años, en los años veinte, en un tren a París, un muchacho sueña despierto y sonríe. Hace temblar un gran abanico azul en cuyos pliegues trabajados ‒dobleces de perfecta y dorada simetría‒ y en el pergamino de seda brillante que delicadamente lo recorre, respiran ciudades: Saigón, Macao, Singapur; barcos y travesías, infinitas posibilidades de vida y aventura. Mientras el abanico se abre y se cierra en las manos afiladas y blancas del destino, cierro los ojos e imagino una China de dragones y peces rojos, un jardín oriental donde poetas solitarios sueñan reclinados con lindas mujeres altas, desnudas, de ojos rasgados y zapatos de cristal. Se abre y se cierra el gran abanico azul, en él mi historia es la pieza escondida y misteriosa de un juego de ajedrez donde todo comienza de nuevo. El joven que sonríe no sabe que más tarde perderá aquel jardín, pero por ahora sonríe, por ahora no es tarde; sólo yo sé la verdad y él nada sabe de mí.
Muelle de Johnston, Singapur, c. 1900.
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