No soy de la generación que creció en el esplendor de los grandes cines “de acera” donde la magia de la función empezaba en la antesala, sino de la que vivió su largo ocaso de 20 años y la transición hacia las salas de centros comerciales; hasta que casi todos los cines emigraron al concepto “multisala” para sobrevivir y, de nuevo, ver peligrar su existencia.
El tema de los cines de Caracas ha sido estudiado con rigor y nostalgia por arquitectos conocedores del valor de las construcciones, muchas de ellas desaparecidas o entregadas al abandono y menosprecio. Nicolás Sidorkovs hace un inventario de las grandes salas en su libro Los cines de Caracas en el tiempo de los cines (1994) y Guillermo Barrios brinda una investigación que abarca la existencia de los cinematógrafos en nuestra capital de 1900 a 1991 en Inventario del olvido. La sala de cine y la transformación metropolitana de Caracas (1992).
Mi experiencia me ha dejado un itinerario de cines caraqueños que se extiende a lo largo de 45 años. No se trata de un inventario o estudio arquitectónico exhaustivo, sino más bien de un paseo por la reminiscencia de aquellas tardes y noches de cine que, como la magia de las salas que habitan la nostalgia de Sidorkovs y de Barrios, también se han ido.
Creo que la primera película que vi en el cine fue La novicia rebelde (Robert Wise, 1965), y aunque no sé en qué sala caraqueña ocurrió, sé que hasta los 10 años de edad debo haber ido a verla… unas diez veces: a mis padres les gustaba mucho esa cinta y aún no existía el betamax.
Los primeros recuerdos que tengo de salas de cine en Caracas son los del Cine Lido, donde proyectaron muchos de los clásicos de Walt Disney. Ver La cenicienta, un sábado de matiné con mi mamá y mi prima, fue toda una fiesta. Ese cine de 1946, aún treinta años después poseía la estética elegante de una embarcación de recreo, que prometía un viaje de placer a la fantasía. Y así ocurría. Tenía yo unos cinco o seis años. También vi Robin Hood (igualmente de Walt Disney), historia que adoré y me sensibilizó con “la causa de los justos”.
En 1977, con siete años de edad y tal vez más consciente del hecho cinematográfico, vi la Guerra de las galaxias (George Lucas, 1977) en el Teatro del Este de Plaza Venezuela. Fui con mi tía María Luz, y uno de los recursos mnemotécnicos al que siempre acudo cuando necesito memorizar el número 77 es, justamente, evocar esa tarde del año 77 en la que ella me llevó a ver La Guerra de las galaxias.
No recuerdo sino vagamente la majestuosidad de aquella sala de 1240 butacas con plafón metálico policromado de Alejandro Otero donde descubrí con emoción los entrañables personajes de la primera parte de la saga (luego sabría que era el Episodio IV). Pero aún tengo muy presente el bienestar de plenitud que me embargó a la salida, como si realmente hubiese viajado a otra galaxia en el Halcón Milenario. Al bajar las escaleras del moderno teatro hacia la calle, lo hice con parsimonia y paso solemne, aún impregnada por la magia de la última escena en la que Luke Skywalker y Han Solo son condecorados por la Princesa Leia con la Marcha rebelde de fondo.
En el 79, poco antes de irme a vivir a Europa, mi abuela materna me llevó a ver Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939). Recuerdo claramente las impresionantes escenas de guerra y destrucción y el fin de la primera parte cuando Scarlett O’Hara jura ante Dios que más nunca pasará hambre. Las cuatro horas de filme imponían un (necesario) intermedio, para sobreponerse de tantas emociones visuales. Luego vino la escena del la que Scarlett mata a un soldado para defender su hogar y sobre todo aquella del vestido verde hecho a partir de una cortina. Si bien muchos detalles se me escapan, disfruté el hecho cinematográfico, nuevamente en una sala inmensa y abarrotada, tal vez en el Cine Castellana, a un año de su cierre y cuarenta años después del estreno de ese imponente film.
De esos años recuerdo también las inmensas vallas que promovían en las calles El pez que fuma (Román Chalbaud, 1977), no apta para niños, como casi ninguna película venezolana de aquel entonces, por lo que el cine nacional sería algo que descubriría unos diez años después. Aún así, el afiche en el que un pez humanizado sostenía una pipa exhibiendo en su cuerpo fotogramas con los personajes y escenas de la película me intrigaba y permanecería en mi memoria.
En esos años también hubo algunas incursiones al autocine, supongo que al de Los Naranjos, al de Prados del Este o al de Los Chaguaramos, este último ya lejos de su encanto pasado que incluía ir a la atractiva y moderna cafetería Cristal después de la función, emulando la american way of life que había calado en el país sin mayor resistencia. Nunca disfruté mucho el concepto de autocine: encerrados en el carro con la comodidad de poder satisfacer cualquier antojo gastronómico, pero a cambio con la incomodidad de un sonido deficiente y distorsionado.
Durante los ochenta, cuando venía de vacaciones a Venezuela, el cine era una cita importante con mis amigas. Aunque aún existían las grandes salas de cine de calle, esas primeras salidas sin padres (ni “representantes”) se hicieron al amparo de la seguridad que brindaban los centros comerciales. Así, en el Concresa o en el inefable CCCT, alias “el cece” de mi adolescencia y de la Caracas aún boyante post Viernes negro, debo haber visto Indiana Jones y el templo de la perdición, El retorno del Jedi… y otros filmes taquilleros hasta que, al salir de la adolescencia, me fui volviendo más selectiva.
Por esos años, en París, ya había empezado a cultivar un gusto más orientado hacia el cine de autor y de otros países aparte de la oferta estadounidense que acaparaba los mercados. Por ello, cuando regresé a Venezuela en 1986 descubrí con gusto que Caracas ofrecía cinematografía alternativa: el Ateneo (de Caracas), la Cinemateca Nacional, el Cine Prensa, la sala de La Previsora, el Celarg, y el llamado Cine Arte Centro Plaza.
En 1987 fui a la Cinemateca Nacional con los compañeros de un curso de italiano a ver una comedia de los 60. Era una película (italiana) pasada de moda y nada atractiva, sin embargo conservo el agradable recuerdo de atravesar fugazmente la Plaza de Los Museos siguiendo a la profesora, una dama de canas amarillentas y lentes puntiagudos de los años cincuenta, quien nos llevaba con paso decidido a “scoprire il cinema italiano”. Hoy le digo: Tante grazie professoressa!
Para ese entonces, en casa se recibía el periódico todos los días. Los martes buscaba con avidez la cartelera y la columna “La gran ilusión” de Alfonso Molina en El Nacional que me permitían anticipar lo que vería con mi grupo de amigos durante el fin de semana, generalmente los sábados en la noche. Los cines que frecuentaba en ese entonces eran los de Concresa y Humboldt, el Obelisco y el Altamira. Son los que recuerdo ofrecían la atractiva “Función de medianoche”, en horario de 11:45 p.m., para noctámbulos que querían descubrir las películas antes de su estreno que, entonces, tenía lugar los miércoles.
Aún tengo muy presente haberme dado banquete de cine cuando, a instancias de una amiga que lideraba la comparsa de amigos, asistimos a función de 9.30 p.m. y luego a la de “medianoche” en Concresa. A las 9:30 vimos Hombres frente a frente (At Close Range, 1986) de James Foley, una buena historia en la que un joven (Sean Penn) se enfrenta a su dominante padre (Christopher Walken), jefe de una organización criminal de Pensilvania. La película, un poco cruda, me pareció interesante, pero esa noche mi premio fue el famoso y bien producido Los Intocables de Brian de Palma con las actuaciones de Robert de Niro en el sanguinario Al Capone, un veterano Sean Connery, un para entonces poco conocido Andy García y, en el rol principal, un Kevin Costner un tanto pálido frente al sociópata Paul Nitti interpretado por Billy Drago. Queda en mi memoria la emocionante escena del cochecito, homenaje a El acorazado Potemkin (Serguéi Eisenstein, 1925). A la salida del cine, a eso de las dos y tanto de la mañana, tuve la certeza de que Caracas me había brindado una experiencia cinematográfica muy especial.
En los noventa se mantuvo la coexistencia de las grandes salas ‒cada vez más desgastadas‒ y los multicines en centros comerciales. Seguí frecuentando mis salas favoritas, buscando siempre la mejor oferta cinematográfica y disfrutando los festivales. Asistir al entonces Cine Trasnocho en el Paseo Las Mercedes, antes de su modernización en 2001, podía ser una salida elegante. El Centro Comercial ofrecía lugares para cenar antes o después de la función y uno todavía se arreglaba para ir al cine, porque a pesar de la tapicería ruñida y verde descolorido de las butacas con los resortes vencidos, en el lobby y en la cola para entrar a la sala se propiciaba el intercambio social. Aunque ya muchos de mis contemporáneos anticipaban la práctica de ir al cine cómodamente en “mono”. De esos años recuerdo especialmente el impacto de Karacter (1997) opera prima del director neerlandés Mike Van Diem.
La última película que vi en el cine Altamira, fue Titanic (James Cameron, 1997), justo antes que el cine cerrara y zozobrara de la escena caraqueña como el famoso trasatlántico. Era el año 1998 y, previo al comienzo del nuevo milenio, ya el destino de los llamados “cines de calle” y de una sola pantalla parecía signado.
Con la llegada del milenio las grandes salas se fueron transformando en multicines de decoración uniforme, con predominio del azul y el amarillo o del rojo y el amarillo según la empresa distribuidora, ya que “la imagen del cine debe ser muy colorida porque se tiene que identificar con diversión, los cines sobrios no tienen el mismo impacto sobre los espectadores” (García Pérez, 2004, p. 76). Aparte del confort de las butacas en las nuevas salas, agradezco la incorporación del porta vaso en los apoyabrazos, algo que redujo de manera significativa los derrames de refresco en la oscuridad.
Muchas de las salas alternativas cerraron. El Cine Obelisco, por ejemplo, hace las veces de sala de grabación; otros como el Cine Prensa, El Teatro del Este o El Cine Broadway ‒todos emblemáticos de la afición al cine en Caracas‒ devinieron en sitios de congregación religiosa, o sufrieron remodelaciones. Es el caso del Cine Arte Centro Plaza que tenía una sala y un pequeño balcón desde el cual, a comienzos del año 94, vi Como agua para chocolate (Alfonso Arau, 1992). Incluso cuando su gran sala fue desmembrada, y el balcón se transformó en uno de los espacios más incómodos a los que haya asistido, seguí frecuentando el que fuera uno de mis cines favoritos por la calidad de su programación. Allí vi In the mood for love (Wong Kar-wai, 2000) y tantas otras cintas tan memorables como las torceduras de cuello producto de la distribución nada funcional de las butacas en esa sala. Actualmente, con todas las facilidades para ubicar películas en la web y otros servicios de cine à la carte, sería impensable someterse a tal molestia para ver buen cine.
En el año 2005 se reforma la Ley de Cinematografía Nacional de 1993 para, entre otros aspectos, contemplar la inclusión de un porcentaje de cuota de pantalla para el cine venezolano y la creación del Fondo de Promoción y Financiamiento del Cine. Así, muchas producciones locales pudieron disfrutarse en los circuitos comerciales. De ese entonces Puras joyitas (César Oropeza y Henry Rivero, 2007), El tinte de la fama (Alejandro Bellame, 2008) y Venezzia (Haik Gazarian, 2009), entre otras, me dejaron buenos recuerdos.
De las cosas que más aprecio del cine es la posibilidad de conocer historias y ver imágenes de otras latitudes que aún así nos resulten cercanas. En el cine del Celarg y en el de La Previsora pude ver gracias a dos ciclos de cine diferentes Un hombre sin pasado (Aki Kaurismaki, 2002), segundo episodio de una trilogía hablada en finés que aún tengo pendiente por completar.
Durante la última década me fui apartando de la experiencia cinematográfica convencional y acostumbrando a ver películas en casa, en cualquier soporte y a cualquier hora, pero con especial afición por mi “Función de medianoche” particular. Esto coincide, entre otros factores, con el cierre de varias salas como las del Centro Plaza en el 2016 e incluso algunas en centros comerciales como las de Concresa o el Santa Fe.
Aún así, en los dos últimos años, disfruté ver dos películas francesas en la tranquilidad de las salas del Cine Paseo del Trasnocho Cultural, sin trasnocho pero con butacas numeradas: Au-revoir là haut (Nos vemos allá arriba, Albert Dupontel, 2017) para conmemorar el centenario del Armisticio de 1918 y La douleur (El dolor, Emmanuel Finkiel, 2018), versión homónima de la novela de Marguerite Duras, en ocasión del Festival de cine francés de 2019. Esta última ocurre durante el final de la ocupación de París por los alemanes, período cuyas historias representan gran interés para mí, tal vez por su proximidad con esta Caracas, desocupada, pero cercada.
De las lecturas que contribuyeron a reconstruir este recorrido ‒no exhaustivo‒ de cines y películas en Caracas a lo largo de 45 años, resalto una frase de N. Sidorkovs cuando se refiere al cine, justamente, durante la Segunda Guerra Mundial:
“Hay que tomar en cuenta que todos los afectados por esta situación mundial, podían por poco dinero, pasar varias horas en estos teatros y en su oscuridad zambullirse en el mundo de fantasía creado por el cine”. (Sidorkovs, 1994, p. 141)
La traigo a colación del tan sonado, como fracasado, intento de abrir un autocine en plena pandemia; porque ir al cine debería seguir siendo una de las maneras más democráticas y accesibles de viajar, soñar o vivir otra realidad… y no recordarle a la gente lo lejos que se encuentra de lograrlo.
Imagen de portada: Intervención digital de José Rafael Álvarez G. a partir de una fotografía de autor desconocido.
Imágenes ilustración ensambladas a partir de imágenes documentales.
Imágenes de las carteleras y finales: intervención digital de José Rafael Álvarez G. a partir de documentos y fotografías de autores desconocidos.
Obras consultadas
– BARRIOS, Guillermo. Inventario del Olvido. La sala de cine y la transformación metropolitana de Caracas. Caracas: Cinemateca Nacional coedición con CANTV y FUNDARTE, 1992.
– BARRIOS, Guillermo. La arquitectura de los cines de Caracas: Cinco casos emblemáticos (1925 – 1960), 2018. Artículo publicado en Apuntes, 31(1), 8-23. Bogotá, Colombia, enero-junio 2018
https://revistas.javeriana.edu.co/index.php/revApuntesArq/article/view/23474
– GARCÍA PÉREZ, Irene Alicia. Las salas de cine y su público. Tesis de grado, UCAB. Caracas, 2004.
– SIDORKOVS, Nicolás. Los cines de Caracas en el tiempo de los cines. Caracas: Armitano Editores, 1994.
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Excelente artículo, creo que al primer multicine que fui aquí en Caracas estaba ubicado en el centro comercial el Trébol, hoy C.C. Millenium. El último reducto para desconectarse y concentrasrse en una buena película, como sólo se puede hacer en un cine, son las salas del Trasnocho Cultural. Siempre he pensado que una sala de cine es un oxímoron, un espacio compartido en solitario. Felicitaciones!
¡Muchas gracias por tu lectura Miguel Ángel! Efectivamente, el multicine del C. C. Trébol fue de los primeros junto a los de Chacaíto, luego vinieron los del CCCT y sí, el Trasnocho Cultural parece ser el último reducto. Me entristeció enterarme de que las salas del Centro Plaza y el Concresa habían cerrado.
Me gustó muchísimo el texto, el diseño y todo el enfoque de la revista. Les deseo enorme éxito y no dejar de publicar ningún número aunque se lo duro que es hacer una revista….Los abrazo y a seguir y mucho ánimo…
¡Muchas gracias Isabel Huizi C. por tu lectura y comentario!
Excelente articulo ! Me emociono mucho leerlo y recordar a la querida Nieta de Carmen de Cardenas, mi siempre recordada amiga de universidad.
Exito Denise
Querida Loly, la emoción es mía al leer tu comentario. ¡Muchas gracias! Recibe mi afectuoso recuerdo.
Me encantó leer tus recuerdos de una Venezuela que lamentablemente ya no existe, oí tu voz en cada palabra escrita. En mi caso la cinemateca nacional fue la sala de cine que más amé desde niña, allí pude ver los mejores ciclos de cine: Fellini, Saura, Pasolini, Buñuel, festivales de cortometrajes de todas partes del mundo, tu artículo me hizo revivir otras salas que había olvidado. También recuerdo las críticas de Rodolfo Izaguirre. Que nostalgia. Cariños Denisse
¡Muchas gracias Marinelly por tu apreciación! En efecto, la Cinemateca era el estuche de las joyas de la cinematografía universal. También me deleitaba con al «Cinemateca del aire» de Rodolfo Izaguirre en el Canal 5… ¡Cuántos recuerdos!
Chère Denise
Leer tu artículo es un viaje por el tiempo pasado y el presente, una serie de imágenes a las que colgamos recuerdos: historias, padres, amigos, colores… Reproduces diferentes momentos del pasado de forma cinematográfica!
Todos pueden hacer su propia película sobre las películas mencionadas. Es muy exitoso . El dossier es un acierto: los textos, las ilustraciones, la maquetación, los matices de color. Todo significa atención al lector. Félicitaciones por la calidad
Cher Maurice:
Estoy muy agradecida por tu apreciación, especialmente viniendo del cinéfilo inveterado que sé que eres. Como tantas experiencias estéticas, el cine opera su magia aún con el pasar de los años y me siento afortunada por tener esos recuerdos.
Agradezco también tus elogios para con la edición, rol de reflexión y responsabilidad y a la vez de muchas gratificaciones, sobre todo cuando un lector exigente manifiesta su agrado. Merci !
Denise me encanto tu artículo,un recuerdo grato de lo que fue nuestro deleite,esas saliditas al cine eran tal cual, y como dices una manera de viajar y de soñar,,, te felicito y sigue escribiendo… son recuerdos muy agradables para los amantes del cine. Comparto el orgullo de Maria Luz. Un abrazo
Querida María Cristina agradezco mucho tu lectura y apreciación :). Recuerdo haber coincidido contigo en la antesala del Cine Centro Plaza. Bonitos momentos. Recibe mis cariños.
Delicioso recorrido. El cine, las salas, las épocas, que parecen muchas. Volver a ver la divina y sensual Caracas que sigue viva, cambiante y cambiándonos. La hemos vivido y vivimos como ella es y ha sido. Sin reproche ni rencor, ni temores. Nos ha dado y hecho partícipes de su encanto y belleza excepcional. Nunca fingió ser otra. Nos dio su tedio, su alegría y su petulancia Maduramos con ella, envejecemos con ella, otros viven el furor joven en ella. Las ciudades son espacios sin tiempo. Somos sus hijos, amantes, novios, amigos. Somos la flora caraqueña. De su barro nos hemos hecho. Gracias Denise, por devolver narrado el paisaje que pisamos, adornamos y somos. Me sentí llevado de la mano en tu paseo.
Apreciado Álvaro, recibe mi agradecimiento por tu sentido comentario que nos brinda tu mirada sensible y es, en sí, una crónica.
Mi recorrido por Caracas debió comenzar por sus cines. Recuerdo una tía llevándonos en «fila india» (primera vez que escuchaba el término) por las aceras de La Florida, a ver la Novicia Rebelde. No estoy seguro si también fue mi primera vez que pisé un cine. Vivía en El Rosal, por lo que el Cine Lido era visita obligada, sobre todo por su oferta de películas de Disney. Al lado del Cine Lido existió por muchos años el Kiosko del Este, nombre demasiado humilde para una maravillosa librería. Tuve la misma travesía adolescente por centros comerciales y sus salas de cine. Gracias por hilvanar los recuerdos.
¡Muchas gracias por tu lectura y enriquecedor comentario Manuel! En efecto, el famoso cine Lido… y el Kiosko del Este, recuerdos de nuestra infancia.
Excelente recorrido de aquellas salas de cine y algunas películas memorables,lo disfruté mucho amiga Denise!!
Querida Norma, agradezco mucho tu gentil lectura y comentario.
Felicitaciones a la autora, muy bien enfocado y orientado el análisis de los cines de mi ciudad. De adolescente recuerdo cuando mi papá me llevó a ver Los 10 Mandamientos en el Cine El Ávila, en pleno Centro de Caracas. Quedé muy impactado por dos escenas, el cruce del Mar Rojo cuando lo abre Moisés y la destrucción de Sodoma y Gomorra. Ésto último me llevó a consultarlo en La Biblia.
Muchas gracias Roberto por su amable lectura y comentario. Efectivamente, el cine nos permite viajar, descubrir otros mundos, vivir otras vidas.
Tuve la gran suerte de trabajar a media cuadra de los Espacios Unión, situado en la avenida Universidad, en la antigua sede del Banco del mismo nombre, esquina El Chorro. Los días martes, a las 12 del día, proyectaban películas muy conocidas, algunas reseñadas aquí. Sacrificaba la hora de almorzar con tal de poder ver las películas. En mi página de Facebook publiqué un álbum de todas las reseñas de las películas vistas, que nos entregaban al entrar a la sala.
Muchas gracias Roberto por compartir su valiosa experiencia. Le invito a escribir una reseña, incluso una crónica, acerca de esos privilegiados momentos que muchos desconocen. Le invito a contactar la edición de este medio y si desea podría participar en una proxima edición acerca de nuestra ciudad.
Excelente publicación me trajo muy buenos recuerdos además de servirme de referencia para mi blog donde hago referencia a esas viejas salas de cine
Muchas gracias por su amable comentario Richard Volcán. Me alegra que la publicación le haya traído los buenos recuerdos que, me atrevo a decir, a todos nos vienen cuando recordamos aquellos cines. ¡Felicidades por su blog!