Diminuta esencia

Llevábamos poco tiempo en Caracas cuando me cautivó por primera vez. Regresaba de la universidad. Subí por la estrecha calle hacia mi casa, el sol calentándome los miedos. Un olor a despertar del bosque, a vida nueva, me hizo abrir los ojos. Miré en todas las direcciones y la brisa me respondió haciendo caer una lluvia amarilla, nutrida, de flores diminutas que parecían cortadas con un molde. Me agaché al pie de uno de los árboles y tomé un montón entre mis manos. Aspiré. Ternura recién nacida.

A partir de ese día me obsesioné con conocer el nombre de esos árboles y sus flores, pero no fue fácil. Mis conocidos no lo sabían, y tampoco estaban interesados. Llegué a pensar que ese perfume no sacudía por dentro a nadie más que a mí en esa ciudad bulliciosa. En algún momento supe que eran caobos y que florecían entre marzo y junio.

Aquella temporada, cuando ya el olor era tan leve como una despedida, mis manos conocían a fondo cada grieta de la gruesa corteza de uno de los gigantes que encabezaba la fila de mi calle. Memoricé sus fisuras con las yemas de mis dedos y, al terminar el recorrido, me dejaba llevar por el vaivén de sus hojas bailando con el viento. Desde ese entonces, cada año esperaba con ilusión aquel despertar.

Fue el olor que me consoló en tiempos difíciles. Tal vez porque mis desgracias coincidían con su renacimiento. Me hacía adulta, y no se me ocurría nada mejor para aliviar mi dolor, que recoger flores de caobo de las aceras. A veces las metía en mis bolsillos para llevarlas conmigo a todas partes, pero el olor desaparecía al poco tiempo. Entonces hice sobres de papel, y ellos eran los contenedores del secreto. Los tenía en mi escritorio, debajo de la almohada, en mi bolso. Me bastaba una bocanada diaria para aliviarme.

Mi padre murió por aquellos días. Fue en junio. Los caobos le rindieron homenaje durante el novenario, pero solo yo les agradecí. En pocos meses abandoné la calle, y luego la ciudad. Los años me alcanzaron en otras latitudes. No llevé ningún sobre conmigo. Busqué consuelo en personas, comidas, ruido. Nada funcionó. Un día, una llamada. El regreso era inminente.

Volví a mediados de abril. Los caobos habían florecido. Un gesto de bienvenida. Su perfume susurraba el nombre de mi ciudad. Abrí todas las ventanas y el olor dulce e intenso impregnó hasta las esquinas polvorientas del viejo apartamento olvidado. Se coló también por todas mis grietas.

Afuera, el cielo era de un azul profundo, abandonado por las nubes. En la acera las flores diminutas, amarillas, formaban una alfombra mullida. Parecían estrellas caídas del cielo durante el silencio de la noche.



Yilenia Meléndez Z.

Imágenes: Jenny Meléndez Z. 

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15 comentarios en «Diminuta esencia»

  1. Que hermoso recorrido! Los olores de la naturaleza son únicos, nos permiten traer a nuestra mente lluvias de recuerdos… Se dice que de los 5 sentidos, el del olfato es el que tiene una conexión directa con las emociones… Gracias por compartir tan lindas historias!

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  2. En Caracas, en nuestra ciudad, hasta las aceras tienen su aroma…
    Bellisimo texto , bellisimas líneas perfumadas con el aroma de la nostalgia …
    Hermosas líneas…
    Gracias, muchas gracias !

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  3. ¡Hola! También jugaba con flores de caobo, quitándoles la parte amarilla y dejándolos calvos. Se podían recoger a manos llenas, tal como dices. Esos pequeños detalles quedan archivados en la memoria y se destapan cuando vuelves a sentir olores o colores. Muchas gracias por tu artículo.

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