A Carmina, mi madre.
Gobernaba el escaparate de una tienda de barrio. No recuerdo la calle, tampoco el nombre del establecimiento, pero ahí estaba yo, reina entre el cachivache y la figurita. Me reconocí inmediatamente cuarenta años después; el tiempo me había guardado la sorpresa de dar conmigo justo esa tarde de octubre camino al teatro. El recuerdo de mí trajo atado el de aquel hábito negro y perverso que tiñó de miedo mis días y de malos sueños mis noches. Lejos del olvido aquella sor negrura vetusta de mis angustias, con patente de corso para amedrentar a las treinta voluntades que integrábamos el 5º curso de 1974; la presencia oscura que una mañana de otro otoño marcaba su palma en mi cara y su hiel en mi alma. ¡A mi hija no la toca usted un pelo de la cabeza!, oí al basilisco que era mi madre enganchada al auricular. Al mirarme, distinguida con los atributos del reino secreto del que entonces no confiaba ser soberana, pregunté a la mujer que me habita qué habría sido de aquellas cómplices en la zozobra a falta de dragones para defender de la ignominia su candor y su alegría.
Imagen de portada: Fotografía de la autora.
Excelente