La primera llegó de casualidad. Mamá había dejado la ventana abierta esa mañana, y cuando me vine a dar cuenta allí estaba, revoloteando como una abeja sin panal. Pude haberme asustado, esconderme en mi cuarto hasta que se fuera, pero el brillo tornasol de sus alas me retuvo hasta que la atrapé en una red. Ahora ella era la asustada, y suplicó que la liberase a cambio de contarme un cuento de su país. Quise saber el nombre de esas tierras, y solo respondió con una palabra que dejaría un encanto amniótico en mí: Faërie.
Pasarían años antes del segundo encuentro. Estaba en mi cuarto acompañado de una película de la era dorada de Disney, abstraído en una de las canciones impregnadas de moralina, cuando una vocecita se unió al coro. Pausé el VHS y la vi bailando en un escaparate. Antes de atraparla, acometió con una afirmación que no pasé por alto: “Yo me sé la verdadera historia”, y señaló la imagen estática de la pantalla. Me senté sin chistar y le pedí que me la contara.
Fue así que me hice un cazador de hadas, o mejor dicho, un cazador de cuentos de hadas. Sé que hubo muchos antes que yo, y por fortuna su trabajo quedó en el imaginario popular como ficciones fabulosas. Mejor así, pues de nada serviría que la humanidad descubriese Faërie sin la disposición correcta para escuchar. Un tal Hans Christian Andersen lo entendió y nos regaló versiones dosificadas de su encuentro con el mundo feérico. En la otra arista, George Mcdonald no fue tan condescendiente en Phantastes y fue directo al grano con una advertencia que me permito parafrasear: si desconoces lo que hay detrás de las matas, no las agites. Los Grimm, por su parte, recorrieron pueblo tras pueblo y nos dejaron un gran repertorio sobre el Reino Peligroso.
A mis diez años no podría costearme una aventura en un páramo o en la sierra falconiana. Mis caminatas más osadas se limitaban a parques y plazas, sobreprotegido por mis padres médicos. De vez en cuando identificaba algún rastro feérico o el disfraz de libélula de alguna susodicha, pero nada que me diera la certeza de que debía acercarme. En cambio, distinguía otras señales en las puertas de la ficción interactiva: los videojuegos. Siempre supe que quienes se dedicaban al oficio lúdico-virtual formaban parte de mi clan. Había patrones y mecanismos inmersivos, que retrataban la experiencia de los verdaderos cuentos de hadas. Algunos de estos códigos se detenían en la morfología del entorno; lugares exóticos donde la razón se derretía ante la silueta del mundo, en una espiral colorida que los surrealistas interpretaron fallidamente con sus teorías oníricas. Otros mensajes se escondían en emular la entrada a Faërie por medio de la despersonalización en un avatar, que obtenía favores mágicos con el propósito de cumplir un destino heroico. Ese viaje, más que un paseo tranquilo como suele confundir la media, contenía una serie de experiencias peligrosas inmunes a las espadas sin coraje y al valor sin propósito. Ya decía Tolkien que “tal vez un hombre pueda sentirse dichoso de haber vagado por ese reino, pero su misma plenitud y condición arcana atan la lengua del viajero que desee describirlo. Y mientras está en él le resulta peligroso hacer demasiadas preguntas, no vaya a ser que las puertas se cierren y desaparezcan las llaves”.
Ya que hablamos del profesor, su presencia en mi adolescencia coincidió con la llegada del nuevo milenio. No hablaré del furor colectivo por las adaptaciones cinematográficas de su obra, que aún siguen cautivándome, ni de las comparaciones con Rowling, que por aquellos días triunfaba con su niño mago. Sin embargo, permito contradecirme con un pequeño comentario sobre ambos, porque si bien pienso que hay una lejanía estética y temporal que me tienta a explayarme, son sus voces las que alabo por iluminar otras entradas a Fantasía. Todavía recuerdo a papá entrando a mi cuarto con Harry Potter y la piedra filosofal, preocupado porque mi tiempo se iba en la consola de turno. Su intención era que cultivase más la lectura; una intención rara, ya que los únicos libros de la casa eran de medicina. Quizá me veía flacuchento, pálido y destinado a una vida ermitaña. Quizá el rey de las hadas lo hechizó para darme un mensaje. Quizá solo quería regalarme una forma de resistir los embates del mundo. Quizá no tenía las palabras adecuadas para decirme que intentaba ser buen padre y pensó que en esas páginas lo escucharía. No lo sé. El resultado fue el que imaginan, con un final triste incluido.
De la misma manera llegaron a mis manos El hobbit y El señor de los Anillos. Comprendí que mi viaje por el Reino Peligroso era ineludible en el momento en que una tarde, luego de andar días perdido en las Escaleras de Gorgoroth, tomé papel y lápiz y garabateé un “Había una vez…”. Si bien uno podría pasar toda una vida buscando las puertas hacia Faërie tal como Simbad al pájaro Ruc, nadie ha negado la posibilidad de crear nuestra propia puerta. Dicha afirmación me causaría gracia en la boca del Fauno de Guillermo del Toro unos cuantos años después.
En aquel trozo de block me calcé los zapatos de un demiurgo y delineé a mi manera la vastedad de un bosque envejecido, ciudades encantadas y ríos parlantes. Anduve por esas tierras con una mochila repleta de referentes y lápices de grafito, cayendo a veces en la imitación, mas sin olvidar lo importante: imaginar. A medida que pasaban los años, encontraba nuevas fuentes, dispersas a veces entre resquicios de una vieja biblioteca o una librería de poca monta. Algunos lomos estaban ya desgastados por la voracidad de las polillas, pero en la tinta que colmaba las páginas se veía con claridad las huellas de un testigo verídico del reino de las hadas. Fue así que entendí que también a Faërie se llega si has sido llamado, y que sus portales pueden encontrarse en cosas comunes como roperos o instrumentos musicales. La solicitud de la presencia de un mortal puede variar, aunque casi todas pasan por saldar una eventualidad que arriesgue el equilibrio entre nosotros y lo Otro.
Sobre lo último. Los cuentos de hadas conciben su equilibrio como un estado de la imaginación, de modo que sin el primero serían imposibles de transitar, transformando sus elementos especulativos y primigenios en alegorías sin aire. Un verdadero cuento de hadas sostiene su naturalidad frente a nuestra concepción de lo normal. No es tampoco una historia feliz. La trampa en la que caen sus detractores ‒muchos de ellos usando el peyorativo “historias para niños”‒ radica en su apego hacia la realidad y sus eventos consecuentes; establecen una linealidad impropia de la naturaleza a pesar de que Faërie es el primer reino al que fueron los poetas para beber; antinatural es la civilización, dirían las hadas, que empezaron a pisotear nuestros jardines y desenterrar a nuestros muertos. Tontos aquellos que quieran sistematizar el azar, y más tontos todavía los que se amputan una pierna por ocultar a los dragones que están a la vista. Si no los vemos, es porque han decidido esconderse, y solo ellos decidirán cuándo salir.
A propósito de los instrumentos musicales. Las hadas son amigas de los bardos; adoran bailar, cantar y casi siempre terminan hechizando a un pobre incauto bajo alguna de sus danzas. Hay un viejo cuento sobre un rey que tenía orejas de burro y las escondía debajo de su corona, excepto cuando tenía que cortarse el cabello. Debido a esto, hizo prometer a su barbero que nunca revelase el secreto, y este, contrariado por ser un chismoso, fue hasta un viejo árbol en el bosque de las hadas y gritó que el rey tenía orejas de burro para sentirse aliviado. Tiempo después, el bardo de la corte real se hizo un laúd con madera de ese árbol, y en una de los grandes banquetes se dispuso a tocar para entretener a los invitados. La sorpresa fue que al primer rasgueo de cuerdas, en vez de emitir las notas correspondientes, el laúd gritó: “¡El rey tiene orejas de burro!” y dio a conocer el terrible secreto del monarca. En consecuencia, el barbero y el bardo fueron decapitados y el laúd quemado. Fin. Curioso que un cuento de hadas nos diga que la música es un vehículo de verdades que siempre encontrarán la manera de salir a la luz. Quizás fue por eso que en mis últimos años de bachillerato me vi tentado por una guitarra y las rabietas estridentes del rock. ¿Qué iba a saber yo que en las letras de Iron Maiden encontraría el llamado hacia el reino de Fantasía?
En los primeros años legales de mi vida adulta, el Metal complementó mi percepción de lo feérico. Rhapsody eran los bardos del siglo XXI. No solo acoplaban orquestalmente la experiencia de la velocidad que el género necesitaba, sino que toda su obra giraba en torno a la subcreación de la épica, sin guardarse nada de lo que representaba el arte de imaginar y entender los abismos de Faërie:
I crossed the valleys the dust of midlands
To search for the third key to open the gates
Now I’m near the altar the secret inside
As legend told my beloved sun light the dragon’s eyes
On the way to the glory I’ll honour my sword
To serve right ideals and justice for all
Finally happened the sun hit their eyes
The spell was creating strange games of light
Thanks to hidden mirrors I found my lost way
Over the stones I reached the place it was a secret cave
In a long bloody battle that prophecies told
The light will prevail hence wisdom is gold
For the king, for the land, for the mountains
For the green valleys where dragons fly
For the glory the power to win the black lord
I will search for the emerald sword
Decidido a estudiar música profesionalmente, mis años en el conservatorio fueron, quizás, los que me formaron como un entusiasta del arte, pero a cambio de alejarme del reino de las historias inconclusas. Pagué el precio del olvido mientras que las fugas de Bach se bombeaban a través del órgano tubular de la Iglesia Luterana de La Castellana. Era uno de los dos alumnos de la cátedra de Órgano. El silencio, la oscuridad y el olor a barniz alemán fueron mi casa, mi tormento y mi decepción conforme pasaba el tiempo. No escribí ni una línea ni busqué otros cuentos de hadas en ese periodo; estaba frío, pero no infeliz. Hasta olvidé garabatear palabras a mano; solo había espacio para las redondas, las blancas y las negras. En cierta manera, estaba contento en esa quietud anímica, ese otro reino de fenómenos conjugados entre el ritmo y los sonidos precisos. Aquella burbuja me mostró una nueva cara del mundo. Uno esperaría la bohemia y la intelectualidad desmedida, y si bien había momentos en donde eso primaba, lo que percibía constantemente era el esmero de muchos en perfeccionar su arte, su dominio sobre el instrumento, hasta que las fuerzas decían “no más, no más”. Esa clase de entrega solo la tienen los músicos, las madres y algunos poetas, aunque estos solo son músicos que no aprendieron a solfear.
El reencuentro con el Reino Peligroso vino en forma de dados. Calabozos y Dragones es uno de los juegos de mesa más famosos en el mundo, y aunque ya tenía curiosidad por ello, en Venezuela era difícil encontrar un grupo comprometido para jugar. Sin embargo, el milagro me lo dio el conservatorio a través de un par de compañeros de clase. Explicar acá las reglas sería complicado. En pocas palabras, asumías el rol de un personaje de un mundo de fantasía y mediante una historia establecida por el Guardián de la Mazmorra cumplías ciertas misiones, que iban desde rescatar una aldea atacada por orcos, hasta la búsqueda de un tesoro en el mar. Todo esto con un componente teatral y literario de momentos, en donde el eje principal para que el juego funcionase era la imaginación y la inventiva espontánea. Creerse un personaje de cuentos de hadas es una de las formas más fáciles de entrar a Faërie, y si tienes estímulos externos como unos buenos compañeros de campaña, la diversión estaba servida. Terminabas agarrándote a golpes con el buscapleitos del bar, para luego descubrir que pertenecía a una cofradía de ladrones de unas ruinas perdidas. Los límites estaban difusos, excepto cuando el Sol en nuestro mundo primario ya bajaba y las Parrilleras de la Facultad de Ingeniería de la UCV se quedaban a oscuras, a la merced de cuervos motorizados.
De vuelta a casa novelizaba algunas campañas y agregaba algunos elementos, además de desarrollar dramáticamente a mi personaje, que siempre por afinidad era un elfo. Todos los viernes volvíamos a la carga, a derribar las puertas del siguiente castillo encantado y a gritar hechizos sin que supiésemos que esos serían los últimos días felices del país en muchos años. Tampoco sabíamos qué pensamientos se cruzaban por las cabezas de las personas que usaban las Parrilleras para estudiar sus teoremas y nos veían allí hablando en una lengua recién inventada; pero, como dije antes, para entrar al Reino Peligroso hace falta una disposición anímica a la que no todos pueden acceder.
Había abandonado el conservatorio y el trabajo de docencia musical tras ocho años de servicio. Mi banda de Metal se había tomado una pausa por falta de gente. Venezuela entró en colapso, y con ella, la vida estable que poco a poco había obtenido. Desempleado y sin la esperanza de irme pronto, me dediqué a escribir aquella vieja novela de mi adolescencia. Escribí todos los días. Escribí aunque no tuviese ganas. Invoqué a las hadas mil veces para la inspiración. Leí con saña, leí mal, malísimo, pero leía. Tomé talleres literarios y me salvé; quién sabe cómo, pero me salvé. Las vueltas del destino me dieron otra vocación a mis 29 años cuando obtuve un cupo en Letras en la UCV luego de suplicar por escrito que quería ser escritor, que quería contar las verdaderas historias, aquellas que las hadas me habían susurrado tantas veces por medio de sus mensajeras. Es curioso, pues de esto hace solo tres años, y donde mis recuerdos son más difusos y menos interesantes. Recuerdo el yopo y el LSD como forma de contacto directo a la multiplicidad de Faërie. No diré más. Imposible describir al Aleph cuando lo tienes cara a cara.
En este final también tengo que despedir a mi papá. Ya sabrán que fue médico. Un gran médico. Tosco. Necio. La pandemia lo agarró a finales del 2020. Una semana en terapia intensiva de la que no salió. Era de la primera línea de fuego. Estaba destinado, creo. El primer caso de SarsCov-2 se reportó en el mundo el 17 de noviembre de 2019. El cumpleaños de papá era el 17 de noviembre. Murió un mes antes de su cumpleaños. Un día de esa última semana, vi un hada posada en la ventana de la sala de espera. Creo que le recé. Le pedí un deseo. Un deseo por su heraldo, por aquel hombre que me entregó mi vocación sin saberlo, por el portador de las llaves de Faërie, de mi Faërie; por aquel que fue un buen padre que nada más tuvo que darme un libro para que esté aquí ahora, a mis 32 años, escribiendo esto. Las hadas son crueles, y por eso tienen los cuentos de su lado. Ganarse sus favores suele ser un azar. No les agradé aquella vez.
Imagen de Portada: Sueño de una noche de verano, por Emilio Freixas (1899 – 1976)
Imagen 1: A Moonlight Fantasy (1931), por Hilda Hechle (1886 – 1939)
Imagen 2: Hadas por Warwick Goble (1862 – 1943)
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Casi una épica medieval , autobiografía alada , mágica, una nota de cuento…
Ese réquiem al padre me conmovió, quizá por mi profesión, por este instante historico sanitario malévolo del Covid-19 , quizá porque el oficio de ser padres tiene tanto de polvo de hadas y de ángeles: nunca sabemos , ni sabremos que llaves entregar, o que puertas sellar a los que un día maravilloso nos escogieron para llegar a esta instancia terrenal…( nuestros hijos )
Encantada con tu historia de vida, que, como pocas o como muchas, es eso, una maravillosa historia de hadas, vida y vocación artistica en varias caras.
Espectacularmente hermosas las ilustraciones !
Gracias !
Es un texto maravilloso que sabe hilar muy finamente la fábula con la biografía personal.
Hermosa historia que nos hace recordar nuestras propias historias con las hadas
Una autobiografía que se cuenta como quien narra un Faërie tale: dueña de una realidad que es a la vez difícil, dolorosa, alada.