Joss tuvo el impulso de orinar sobre el oro de sus miedos pontificados.
La formación católica impuesta por sus padres opusos tenía las raíces de una serpiente loba, mordiendo las entrañas de su mente, envenenada de culpas. No, no puedo más. No más psiquiatra ni rivotril. No más culpa ni forzados perdones. Que la calle limpie con su fiero tacto, toda la mierda que llevo por dentro. Joss salió de su casa y empezó a caminar sin rumbo por las calles de Caracas, observando su rostro en los charcos que la lluvia había dejado, como espejos migratorios donde temblaba el dolor de sus huesos no binarios.
Las esquinas ya no estaban llenas de peligro, sino de la seductora liberación que la incertidumbre ofrece a quien va borrando de su mente los habituales vértigos que lo convocan. El asfalto gemía en cada paso de sus tacones anochecientes, los que tantas veces arañaron la impotencia, la nostalgia, el disco music sentimental del dolor en sus devaneos y cuitas célibes. Porque a la vista, ella era un performance teresiano, una máscara de barro jesuita, extasiada en un ágape eclipsado, de hipócrita filia e impensado eros. Los postes iluminaban su anatomía de derrotas, palpando el eco de un amor ahogado, el único, con el que tantas veces la arena del mar fue campo de batalla en madrugadas de interminables fantasías ante el cuadro de la vírgen pop, la Madonna gringa. Solo se trataba de caminar y permitirse sentir la mano de la calle acompañado sobre el hombro, esa cálida sensación, impensada en una ciudad donde el sol sale para patear el rostro de justos e injustos.
El mejor viaje de la vida es sentir, dijo, habitando el gran afuera de la ciudad ingobernable, palpando sus fisuras colmadas de pupilas vencidas por el fracaso. Una ciudad donde llegar a la plaza y sentarse no era un gesto de evasión y cansancio, ni la neurótica necesidad de dejar constancia al pasar, sino la forma de hacer tacto la memoria. Ya no se trataba de ver la calle, sino permitirse ser observado por ella. Y transformar su mirada en una manera de tocar la ternura que entre escombros palpita, anhelando el gesto que la devuelva a la vibración de la mano. El tedio citadino permanecía ahogado bajo la luz de la tarde, esperando ebrias resurrecciones, para que cualquier cuerpo la transformara en goce. Fue cuando la mirada de la ciudad sorprendió a Joss con la presencia quemante de un desconocido en su costra de agonías y negaciones.
No hubo palabras, ni insinuaciones forzosas. Solo una mirada vivamente calma, como sol crepuscular, convocando su piel sin tiempo. Y caminaron, otra vez sin rumbo, teniendo por patria el éxodo de la tarde hacia la noche. Una insólita emoción vertebra la garganta de Joss, asidua a los escarabajos. Pálpito de una geografía sintiente, como la boca abierta de una ballena desolada sobre la arena del tráfago, en su paz cetácea. Una energía de tumbas recién abiertas de cuyas cenizas emergieron los amantes negados a morir. El aleteo brevemente aturdido de las dudas sobre los párpados de Joss le hizo pensar que estaba cometiendo una locura. Pero su piel era halada por un perfume de inminencias contado por la envidia de Dios, la eterna enviada de volver a la carne y consumar su deseo genital.
El instinto me hala y no pienso oponerme. Pensó Joss, mientras el asfalto, las esquinas, los postes y cien pares de ojos contemplaron su lenta desaparición, su ascenso en la garganta de la noche. El hipnótico desconocido caminaba firme, sin volver la mirada atrás, penetrando el espacio con la seguridad de un maldito que ha vuelto del futuro, con el cuerpo aureolado de traiciones, para hacernos ver allí la deficiencia lujuriosa de la vergüenza y sus límites humanos.
El hombre desconocido penetró el umbral de un galpón sin puertas, para extender la sombra de su propia desaparición, dejando por certeza el avinagrado terciopelo de su voz diciendo, “ven”. Joss tembló entre las fauces de su cuerpo proscrito, haciendo caer las máscaras que con tantos años se defendió de la vida; la ceja de brazos cruzados, la pelvis retraída en un goce hipócrita, las manos ocupadas en un habano gringo de delicado grosor, para disimular la sombra de sus deficiencias mentales, tacones henchidos de culpa que abrieron su suela para dejar a la intemperie sus pies, en su primera desnudez real, desde donde fue avanzando hacia la oscura lucidez de un vientre sin pretensiones de cielo.
“Pasa”, dijo la voz desde la penumbra y el temblor. Joss penetró la húmeda oscuridad del galpón, haciendo desaparecer su cuerpo en la espesura de una noche atrapada entre paredes sin fin, cuyo áspero olor jadeaba la fantasía de un príncipe mancebo asomado sobre el cuerpo de su amante. “Desnúdate mientras caminas”. Joss se fue desnudando en silencio, mientras el asombro fue trepando los peldaños de su columna, vibrante y sólida, en la fiebre premonitoria de la libertad pelviana. “Siente, sólo eso, no diré nada más”. Y Joss cerró sus ojos para fundirse en el vaho negruzco de su emancipación orgánica.
Los lunares del cuerpo de Joss se hincharon, como la tímida luz de las luciérnagas cuando la noche demanda su fuego inmemorial. Y la mano del hombre, que solo podía ver a través de los poros de la noche, fue recorriendo su cuerpo con la punta del dedo índice bañado en gloria, confrontándola con una polifonía de sensaciones anónimas, tímidos destellos de instintos balbuceantes, un sudor de gemidos ahogado en ron, la fiesta del deseo dando permiso para aparearse con la sensibilidad libérrima, lejos de lugares comunes infectados de moral. Joss, la que tantas veces huyó de sí, temiendo trillar sus dientes en la contradicción, estaba desnuda ante una ciudad hecha tacto ignoto. Una ciudad que por horas tuerce su cuello entre balas y hambre, rinde un halo de paz al barro de la identidad no asimilada, pues, ¿puede alguien sentirse verdaderamente ciudadano, sin haber desnudado la fibra íntima de sus huesos, para ver multiplicada las culpas vencidas por el placer de abrirse al mundo, sin ocultar la vulnerabilidad en la cirugía de la hipocresía, que a primera vista convence, pero no engaña a una ciudad experta en confrontarnos a quemarropa?
Al borde del amanecer, casi topándose con el lucero donde puntea la mirada de los sobrevivientes de la noche, la mirada de Joss vuelve a su cuerpo, el lugar más iluminado del día. El denso espesor de la oscuridad va desapareciendo mientras su conciencia se ilumina con el leve pétalo de un sí, susurrado entre los labios, hecho carne, verbo, goce, para darse cuenta de la noche de su mente y cantar, por encima de su propia oscuridad, la victoria donde se vindican todas las identidades; solo este cuerpo basta. En ese instante, un halo de luz solar invadió el espacio. El alba dibujó las paredes de un ambiente pleno del grafiti dance marxista leninista, donde el Che Guevara luce imantado en la fuerza animal de un falo humeante al mejor estilo de Gloria Gaynor, Stalin cruza la pierna para dejar ver la potencia de su gemelo izquierdo entaconado y Marx modela el impecable ajuar para auto proclamarse cónsul de Sodoma por siempre jamás. Lenin es un músculo travestido de asma que se funde en el verde asco del delirio bolchevique. Y el puño invicto de la revolución aprieta la bandera, por la que camina Joss, en el desenfado tenaz de saberse desnuda, viva, invicta, dando la espalda al cristo psicopático gritando su evangelio infame; los que quieran patria, vengan conmigo. Y se va, encarnando la voz que hizo resucitar su deseo, mientras se orina sobre el último fulgor de una rebelión trasnochada y canta el triunfo de su vida, tras el contacto fértil con una ciudad palpable, sin miedo a ser libre, solo este cuerpo basta.
Imágenes: Azalia Licón
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