Hace unos meses y en coincidencia con los meses más duros de la pandemia en suelo norteamericano, el New York Times publicaba un extenso artículo en el que se analizaba el hecho de la pandemia como un recuerdo “de nuestra fragilidad”, una concepción inquietante no sólo acerca de los estragos causados por la emergencia sanitaria en el mundo, sino la noción de la enfermedad como un enemigo real. Entre varias cosas distintas, el texto ponderaba que, a lo largo de los últimos dos siglos, la ciencia tomó el lugar de la incertidumbre y respondió varias de las preguntas más importantes de la conciencia colectiva sobre su fragilidad física. Desde las vacunas hasta avances médicos de considerable eficacia y relevancia, la humanidad dejó de temer y en especial, de considerar a la enfermedad como un misterio inexplicable y devastador.
De modo, que la súbita circunstancia de una cuarentena mundial y en especial, la de un virus con múltiples síntomas capaz de infectar y matar con relativa facilidad, es una experiencia que tomó desprevenida a nuestra cultura y provoca que la psiquis social deba confrontar de forma muy directa la fugacidad de la existencia. Hasta ahora, el siglo XX y las décadas del XXI, sostuvieron su estructura filosófica sobre cierta mirada ascética acerca de la debilidad física. Desde la convicción que incluso las enfermedades y padecimientos más graves podían ser controlados de una manera u otra, hasta los avances de la tecnología que alargaron la expectativa de supervivencia de manera considerable, la percepción de la vida ‒esa incógnita sobre la mera condición de la existencia‒ se hizo más cercana a la idealización de una cultura vanidosa, que a una idea esencial sobre el individuo como parte de un ciclo finito. El coronavirus y sus consecuencias sacudieron esa concepción y logró que varios de los conceptos más dolorosos sobre la condición del ser humano como vulnerable, adquirieran una nueva connotación.
No se trata de algo nuevo, pero sí, lo bastante perturbador para una generación educada para creer que la muerte es una abstracción, por lo que el coronavirus y sus consecuencias, ponen a prueba las creencias privadas sobre la salud, la condición de la muerte como hecho irrefutable y lo pragmático de la supervivencia. ¿De qué forma la pandemia afecta cómo concebimos nuestros límites físicos? ¿Hasta qué punto la cuarentena y lo que pueda provocar a mediano plazo cuestiona la engañosa seguridad biológica que propugna el pensamiento contemporáneo?
Quizás, buena parte de las corrientes negacionistas ‒que tratan de desvirtuar el hecho científico del COVID‒ tengan una relación directa con la incapacidad de nuestra cultura por comprender la fragilidad física. Durante los últimos años, la ciencia desvirtuó la percepción de la raza humana como vulnerable, lo que relegó al viejo fantasma de la mortalidad a un lugar abstracto e inclasificable de la psiquis colectiva. Después de todo, la muerte se redujo a una anécdota del ámbito íntimo; el duelo, a una mera exposición de motivos sobre la ausencia y el dolor emocional acerca de la pérdida. Pero más allá de eso, la muerte se transformó en un recorrido conciso por nuestra relación con lo desconocido, más cercano a lo filosófico que a lo biológico. Pero la pandemia, reconstruyó esa idea en algo más duro: De pronto, la muerte no es un servicio religioso, las palabras de un panegírico, la cualidad de una teoría dogmática capaz de brindar consuelo. Es una amenaza invisible contra la que debe lucharse y lidiar día a día.
Incluso la cultura pop parece reflejar lo anterior. Unas semanas atrás, el escritor Stephen King ‒que tiene el raro honor de ser el autor de una épica fundacional sobre un apocalipsis pandémico con décadas de antelación a la situación actual‒, se preguntaba a través de su cuenta Twitter qué tan consciente somos del hecho de la muerte como suceso. Lo hacía, además, luego de haber debatido durante meses que su novela The Stand no predecía la actual emergencia sanitaria y que, sin duda, no era su intención que lo hiciera. Pero más allá de sus preocupaciones éticas sobre atribuirse la cualidad de avizorar una situación de proporciones catastróficas, King meditó sobre lo muy poco preparada que se encontraba la cultura actual para entender las heridas que está dejando a su paso la enfermedad como hecho de masas. “Olvidamos que morir es de una sencillez dolorosa” dijo a finales de julio, luego que la curva de contagios de EE.UU. aumentara a niveles alarmantes y la tasa de mortalidad, convirtiera al país en uno de los tres con más víctimas causadas por el virus en el mundo.
“La muerte está de vuelta” tuiteó hace unos meses Neil Gaiman, otro escritor que ha reflexionado sobre la mortalidad, los terrores de la superstición, el tiempo y la fugacidad a través de la fantasía. Para Gaiman, que incluso dedicó varias de sus obras a reflexionar sobre la muerte como criatura, lo mismo que su buen amigo Terry Pratchett, la situación provocada por el coronavirus es un recordatorio de los pequeños sustratos de la realidad, que se deslizan fuera de lo consideramos cotidiano. “Hay días en que simplemente estar vivo, es un hecho de rebeldía” añadió después.
El axioma de existir y comprender el miedo
Ya hace más de sesenta años, Carl Jung hablaba sobre un tema al que poca gente le otorgaba sentido: la conciencia y del hecho, de cómo esa noción sobre existir, brinda sentido a la concepción que tenemos sobre la muerte. Para el psiquiatra el Yo de la personalidad no era una mera idea basada en reacciones cerebrales, sino algo más complicado y relacionado con una identidad concreta que brindaba sentido al “ser”. De hecho, en varias entrevistas, el psiquiatra insistía en que asumir su propia consciencia sobre el hecho de ser, había sido un paso trascendental para comprender el mundo. Jung aseguraba que la frase más importante de su vida era yo soy, yo sé que soy, lo que equivalía a aceptar que la razón humana era algo más que simples recombinaciones de la química cerebral. A partir de allí, su comprensión sobre la muerte se hizo por completo nueva.
Según el psiquiatra “Hay partes de la psique que no están limitadas al tiempo y al espacio”, lo que hace que cualquier idea sobre limites, extensión o supervivencia de la muerte, está condicionada a la manera como ese yo superlativo o creativo, se manifiesta. Además, para Jung, lo realmente incomprensible de la vida no es la posibilidad de morir, sino que esa noción pueda interponerse o distorsionar lo que creemos acerca de lo que la vida puede ser. “La vida no es una definición por si misma” llegó a decir “sino, una comprensión de lo que puede llegar a ser y su significado”.
No se trata sólo de un razonamiento que otorga sentido a la vida como concepto ‒y forma de expresión‒ sino que además, delimita los límites esenciales para soportar el caos que presupone la muerte. Según Jung, toda expresión humana es un recorrido contra la muerte y la disolución, que sólo se detiene cuando la vida se impone. ¿Y como lo hace? “El impulso creativo es una necesidad psicológica” llegó a escribir el autor. Una y otra vez, es el arte, la conciencia creativa, es lo que permite avanzar a pesar de todo lo que la muerte puede simbolizar y el significado que la mente pueda adjudicarle en su total ausencia de peso conceptual. Tal vez por ese motivo, se suele decir que el hombre es uno de los pocos animales que puede y encuentra la muerte de manera consciente, pensar de forma creativa ‒o a través de imágenes mentales‒ sobre la muerte. Un nivel de racionalidad que los animales no pueden alcanzar y que nos distingue de esa percepción de la finitud como elemento de la vida. O al menos, esa es la idea general que perdura siglo a siglo, década a década. Proust solía decir que “la muerte ilumina la otra frontera de la vida, sus comienzos, el nacimiento.” En otras palabras, la vida sólo existe porque aceptamos la muerte ‒y su posibilidad‒ y disfrutamos la vida a plenitud en contraposición. Una idea muy romántica sin duda, pero que resume a la muerte como un concepto elemental para analizar los hilos que mueven nuestra conciencia.
Un trayecto hacia la oscuridad
Según los celtas, la muerte es el único paso real que el ser humano da en un mundo incierto. La frase tiene dos mil años de antigüedad, pero parece describir mejor que cualquier otra la percepción que aún se tiene sobre, quizás, el único concepto que el hombre no ha podido matizar o definir a medias. Tal vez por ese motivo, la muerte es un tema recurrente en toda mitología, cultura, sociedad y pensamiento humanista. Lo es por implacable, irrevocable, por el hecho que es imposible de ignorar a pesar de todos los intentos que hagamos para hacerlo.
Esa percepción, transita a través de la historia y lugares como un paradigma único. Para la cultura hindú, esa cierta “supra conciencia” de la muerte suele definirse como una aceptación tardía de nuestros límites. Todo ser vivo morirá y “renacerá” como parte de la idea general de las cosas. Un pensamiento optimista que sin embargo, esconde ideas mucho más mórbidas sobre lo que ocurre al morir e inmediatamente después. Quizás ese sea el motivo por el cual para los indígenas norteamericanos sea necesario vestir al cadáver con ropa nueva y luego pintar su piel de rojo. La ropa celebra la vida que comienza y el color rojo, el regreso al útero esencial: la tierra. En el budismo tibetano, el cuerpo se lava, se coloca en posición fetal y se envuelve en una tela blanca, de manera que la mente ‒o la conciencia‒ pueda abandonar la carne y elevarse en diferentes estratos de iluminación. Pero la carne queda por supuesto y esa identidad abstracta que se asume ineludible, sigue siendo una idea que nunca llega a resolverse con claridad. Para el zoroastrismo incluso la percepción sobre la muerte es mucho más inquietante: el cuerpo es cubierto por una sábana blanca y se invoca a un “perro de cuatro ojos” para que se asegure que no quedan restos de vida. Una y otra vez, el pensamiento estructurado sobre la muerte admite que la única visión que puede idealizarse es el destino final del cadáver. Esa noción de última morada que suele ser tan desconcertante como dolorosa.
La antropóloga Margaret Mead escribió una vez que, al principio, todos los dioses y diosas de los panteones primitivos estaban relacionados con la vida y con la muerte. Se trataba de una adoración al hecho físico y real dos manifestaciones que no podían explicar: Nadie entendía muy bien el principio que regía la vida ‒lo que hacía que una mujer se embarazara y diera a luz un bebé‒ o el que determinaba la muerte. Así que los Dioses ‒violentos, amantes, torturadores, extraordinarios‒ tenían la capacidad de dar vida y también la muerte como parte de su poder. A partir de allí, la evolución a divinidades que pudiera nacer o matar, pero jamás morir, fue una transición que reflejó las creencias y los temores culturales de una manera muy clara. Los monstruos ‒después llamados demonios‒ habían cambiado para transformarse en deidades ctónicas del destino, en las que la muerte y la vida conviven en una armonía primordial.
El escritor Edgar Herzog, dedicó una complicada y hermosa investigación sobre la figura de la muerte personificada y sus misteriosas implicaciones en nuestra cultura: Hel (la diosa de los muertos y del mundo subterráneo entre los escandinavos) y Calipso derivan de una misma raíz indoeuropea: kel(n), que significa “esconder (en la tierra)”. Los pueblos paleo asiáticos conocen un demonio, o demonios, Kalan, Kala (éste último con cara de perro) que personifican la muerte y la enfermedad. La diosa Hel es hermana del lobo Fenrir, aquél que se desatará hacia el fin de los tiempos, y tendrá un rol destacado en el combate entre los dioses y las fuerzas del Mal. Para empezar, devorará al sol.
También Jung teorizó sobre lo mismo: para el psiquiatra, incluso las costumbres más cotidianas de nuestra vida ‒como tener mascotas, sentir afinidad por nuestros animales de compañía, los símbolos que representan al bien y la lealtad en muchas culturas‒ están basados en ideas que rinden homenaje de una manera y otra, a la muerte. Con frecuencia, el perro y el lobo aparecen como un acompañante al más allá, muchas veces, un protector. Así, Anubis con cabeza de chacal es en realidad el portador de la resurrección, y en la creencia azteca un perro amarillo o rojo, Xolotl, trae de nuevo a la vida a los muertos que están en el más allá. En India, Siva, destructor y dios de la muerte, es llamado “señor de los perros”, aunque si profundizáramos en la figura de Siva veríamos que es relativa esa asociación. Virgilio dice en la Eneida que en realidad el perro de los infiernos Cerberos “es” la tierra que absorbe a los muertos.
Incluso en el mundo cristiano, el hecho de la muerte parece ser tan evidente como en culturas más antiguas. Desde el hecho que Cristo crucificado sea el símbolo de la transición de la vida y lo que hay más allá, hasta las promesas de resurrección y vida eterna, el pensamiento cristiano parece está emparentado de manera directa a la percepción de la muerte como enemigo a vencer. Un pensamiento clásico que por siglos fue parte de todo tipo de religiones y creencias paganas.
¿Cuántas imágenes ha elaborado el ser humano para enfrentarse a la muerte? Cientos de miles de sagas, leyendas y ciclos mitológicos tratan de consolar el vacío de la conciencia de dejar de existir. Del hecho irrevocable que antes o después, el paso de la muerte será inevitable. Numerosas culturas reflexionaron sobre la finitud, utilizando la figura los perros y lobos devoradores, los cocodrilos y las serpientes, que abren paso y se revelan hacia lo a lo desconocido, lo incomprensible y también lo inaudito. Entre los celtas y los indios, el temor a la muerte era en realidad una depuración a la concepción de dejar de crear, existir, ponderar la noción de la resistencia. Para un celta, la muerte era la incapacidad para cumplir con su deber ritual. Para un hindú un inevitable tránsito hacia una concepción de la conciencia por completo nueva. De la misma forma que otras sociedades y culturas agrarias, concebían nacimiento, la muerte y el renacimiento insertos en un solo ciclo vital.
No es un tema sencillo y de hecho, a buena parte de los grandes escritores universales, le llevó esfuerzo enfocarlo de manera concreta. El primer trabajo que se publicó alguna vez sobre el tema ‒el miedo a la muerte occidental, la conciencia de la fragilidad de nuestra especie y cómo asume eso la historia‒ lo publicó el historiador francés Philippe Ariès (1914 – 1984). Primero en un libro extensísimo y críptico llamado Historia de la muerte en occidente y después en una obra incluso mayor, titulada, de manera muy existencialista, El hombre ante la muerte. Por supuesto, no se trata de un tema que no haya sido tocado antes, pero sí de una óptica totalmente novedosa sobre ese terror subyacente a la mortalidad. En ambos trabajos, Ariès analiza y reflexiona sobre cómo la muerte se invisibilizó durante el siglo XX, cómo se ocultó y se disimuló con una obsesión por la belleza, una rápida carrera tecnológica y médica que vino a subvertir el pensamiento de la mortalidad en una ilusión de eternidad.
Se trata de un planteamiento importante: hasta el siglo XIX la muerte era un acto público, a la vista de cualquiera. Las ejecuciones se llevaban a cabo en plazas públicas, los cuerpos se pudrían ante la muchedumbre. En lo doméstico, las familias enteras velaban el cadáver del pariente difunto. Le vestían, le bañaban, le fotografiaban en un acto ritual tan antiguo como misterioso que parece ser muy similar de cultura en cultura. Pero entonces, la llegada del positivismo, la muerte filosófica de la inocencia sobre la fe y otras tantas ideas mecanicistas, transformaron a la muerte en algo que debía ocultarse. Una transición social que dejó al luto y el duelo convertidos en un mero comportamiento social.
Esa mentalidad parece estar furiosamente reñida con el concepto del tiempo. Para la mayoría de los medios de comunicación y formas de arte, lo inmediato y lo instantáneo crean una especie de presente continuo que nadie entiende muy bien, pero del que todos disfrutamos. Nadie muere realmente en un mundo obsesionado por la vida. Y cuando lo hace, en medio de toda la cultura que olvida su propia mortalidad, se considera un fracaso o algo peor. Una ausencia que debe trivializarse. En el siglo XX la muerte se volvió tan innombrable, obscena y grosera como en otros lo fue el sexo y la sexualidad.
Para Ariès la muerte es una especie de trámite bochornoso en una sociedad niña. “La muerte en el hospital, erizado de tubos, está a punto de convertirse hoy en una imagen popular más aterradora que el traspasado o el esqueleto de la retórica macabra”, escribió, preocupado y desconcertado por la visión de la muerte de toda una cultura y una generación adolescente. Una idea muy semejante a la expuesta por el antropólogo Geoffrey Gorer (1905 – 1985), quien también se preocupó por esa cualidad casi dramática de la muerte en un siglo que decidió pensar que la mortalidad era algo irreal. “Hoy en día la muerte y el luto se tratan con el mismo pudor que los impulsos sexuales hace un siglo”, afirmó. En otras palabras, el tabú cambio de rostro. Y también lo hizo la forma como comprendemos nuestros temores y la vulnerabilidad de nuestra naturaleza.
Los aborígenes australianos llaman a los recién fallecidos “los soñadores” y lo hacen, debido a que están convencidos que al morir, nos fundimos con la tierra y que la inmortalidad es parte del ciclo inevitable de la tierra en un sueño perpetuo y fértil. Para conmemorar ‒o celebrar, según se le mire‒ ese tránsito de conciencia, el cadáver del difunto se cubre de símbolos totémicos que les unirá a la presencia que les espera ya sea en la tierra o en lo que llaman “el árbol sin nombre”. Luego, el cuerpo se expone en una plataforma elevada o un túmulo hasta que se descompone. Durante todo el tiempo en que permanece a la vista de tribu, se le rinde tributo y se celebra que vaya a formar parte del mundo de una manera por completo nueva.
Dos siglos después de la llegada del primer hombre blanco a Australia, las costumbres aborígenes sobre la muerte encontraron eco y una nueva dimensión en un lugar inusual: en la ciencia. La ciencia de la patología forense no sólo comenzó a analizar el tema de la muerte desde lo biológico ‒por encima de cualquier consideración religiosa o filosófica‒ y de pronto, el viejo ritual ancestral parecía tener un sentido mucho más profundo e inesperado que la mera celebración del luto. En agosto de 2014, la científica forense Gulnaz Javan, profesora de la Universidad Estatal de Alabama en Montgomery, publicó el primer estudio formal sobre lo que se llama The thanatomicrobiome (del griego thanatos, “muerte”), que no es otra cosa que el análisis de lo que ocurre con el cuerpo humano ‒y el de cualquier criatura viva‒ una vez que acaece la muerte. Lejos de ser un estudio sobre la destrucción del cuerpo, se trata de hecho de todo lo contrario. De la misma manera que la vieja tradición de “los soñadores”, el libro de Javan analiza la vida después de la muerte pero desde un punto de vista biológico.
Según la teoría de The thanatomicrobiome un cuerpo en descomposición no está muerto, sino que al contrario rebosa de vida. Un ecosistema fértil que convierte la descomposición en la piedra angular de un proceso biológico muy parecido al que imaginan los aborígenes australianos. Según la detallada información, la descomposición empieza unos minutos después de la muerte, con un proceso llamado autodigestión. Las células se quedan sin oxígeno, lo que hace que su acidez aumente y provoque que todos los órganos colapsen de la misma manera y bajo más o menos, el mismo sustrato biológico.
No sólo se trata de un pensamiento morboso sino directamente escalofriante. Para mucha gente, la idea de la muerte es intolerable, no digamos lo que ocurre después o lo que pasará con su cuerpo una vez que fallezcan. Tal vez por ese motivo, los malgaches (tribu al sur de Borneo) envuelven a los cadáveres en telas de seda, en un intento por disimular la putrefacción. Tras varios años del entierro, los cuerpos son exhumados y envueltos en otra tela, que sustituye la piel y les da un aspecto humano ‒o eso es la intención de la tribu‒ para negar que el cuerpo “pertenece a la Tierra”. Para los aborígenes de Madagascar, el espíritu y el cuerpo del fallecido tienen una estrecha relación. Y, por tanto, lo que ocurra con el cuerpo preocupa y aterroriza a la tribu.
Es un pensamiento primitivo que parece repetirse en estratos más amplios y en especial, en una especie de substrato latente del que pocas veces somos conscientes. “¿Qué es la muerte sino la deshumanización de la idea de existir?” se planteó Margareth Mead. Pero por supuesto, se trata de otra cosa: de una ambición por comprender los procesos de la muerte para quizás, comprender su peso y poder. Los médicos del Complejo de Ciencia Forense Aplicada al Sudeste de Texas utilizan los cadáveres que nadie reclama en la morgue de la ciudad para investigar los procesos de la muerte y cómo puede ayudarnos a comprender mejor la biología del proceso. Lo hacen dejando los cuerpos pudrir en el extenso bosque de casi 3 hectáreas que rodea el National Forest, propiedad de la Universidad Estatal Sam Houston (SHSU). Se trata de un paisaje de pesadilla: los cadáveres desnudos yacen en todos los rincones del frondoso lugar y de hecho, los trabajadores que no pertenecen al equipo científico son sustituidos cada dos o tres meses para evitar traumas futuros. No obstante, la idea no es reciente: siglos atrás los habitantes de los pueblos de Europa del Este asolados por la peste, dejaban a los cadáveres de las víctimas en los bosques circundantes. Atados a árboles y ramas, la costumbre tenía por objeto comprender qué sucedía con los cadáveres una vez que les abandonaba ‒o eso se suponía‒ o simplemente, comprobar que no ocurría algo sobrenatural luego de su muerte. A la macabra costumbre se le llamaba “bosques de sombras”.
De hecho, durante buena parte de la historia de la humanidad, manipular un cadáver con propósitos médicos ha sido motivo de castigos legales e incluso la muerte. Hasta el siglo XIX, en casi todos los países del mundo estaba prohibido realizar cualquier proceso científico a cualquier cadáver, por contradecir la estricta visión bíblica sobre la resurrección de la carne y las consecuencias que podía tener la destrucción de la muerte en la abstracta promesa de inmortalidad cristiana. No obstante, ya para el año 300 d.C, Galeno había realizado la primera autopsia que se conoce, enfrentándose a las autoridades de su época e incluso a una leve condena judicial por publicar sus resultados. Siglos más tarde, Leonardo da Vinci sería el primero en detallar una autopsia en sus cuadernos de dibujo, osadía que casi le causa una condena ‒y seguramente la muerte‒ por cometer herejía.
No obstante, la autopsia comenzó a considerarse un método legal gracias al trabajo de Rudolf Virchow y Carl von Rokitansky, quienes durante la primera mitad del siglo XIX elaboraron la primera investigación académica de la relación entre las manifestaciones patológicas de un cadáver y las causas de la muerte. Gracias a su extensa experiencia en más de 30.000 autopsias clínicas y legales, ambos médicos lograron que Alemania se convirtiera en el primer país de Europa en considerar la patología forense como una disciplina científica a pleno derecho.
En la actualidad, la idea de la muerte y lo post morten, sigue siendo una especie de alegoría a un profundo temor biológico difícil de describir o entender. La descomposición del cuerpo humano comienza unos minutos después de la muerte, dando paso a un proceso llamado autolisis, que también se conoce como autodigestión. Cuando las células se quedan sin oxígeno, se desencadena una reacción que aumenta los derivados tóxicos de nutrientes en el cuerpo. Las enzimas destrozan y diluyen las membranas celulares y se filtran por las células rojas. En otras palabras, el pueblo se consume así mismo, se devora. Progresivamente, se deshace hasta convertirse en un compuesto que la naturaleza podría procesar de necesitarlo. Un recordatorio morboso y persistente que toda materia en el Universo obedece al mismo ritmo, que, en lo esencial, nuestra consciencia superior no nos libera de ciertas leyes fundamentales sobre nuestra pertenencia biológica al ciclo natural. Nos desmenuza hasta que nuestro cuerpo pueda volver a ser parte de esa interminable idea sobre la vida que incluye cada elemento del mundo en un único concepto de principio y final. Luego, algo más poderoso.
Imágenes: Aglaia Berlutti
Excelente texto, yo diría que un collage perfectamente equilibrado entre monografía perfectamente documentada, crónica y relato a la vez, sobre la visión de la finitud de la existencia corpórea: la muerte, bajo múltiples ópiticas tribales, psiquiátricas, forenses a lo largo de la historia de la humanidad. Llamativo y acertadísimo compendio, realmente lo disfruté y aprendí.
En mi percepción personal, la muerte es simplemente un paso, un escalafón más de los que transitamos. Un acto festivo y liberador, que sólo pregona el inicio de un nuevo tránsito, excento de cualquier dolor, traba o miedo (de esos que pululan y abundan de este lado de los vivos), “morir es de una sencillez dolorosa”.
¿Existe más entre el cielo y la tierra de lo que sueña nuestra filosofía? Creo que este texto (muy bueno, por cierto) responde que no.
Excelente ensayo sobre la vida y la muerte, bien documentado.En el contexto de una pandemia que nos ha trastocado tantos conceptos, hábitos,expectativas de vida y hasta seguridades religiosas, este tipo de escritos documentan nuestro transitar por el terror de formar parte de las oscuras estadísticas del virus.Nos confronta,nos interpela.Gracias.
Ah, y no puedo dejar de comentar las imágenes, hermosas y espeluznantes que acompañan al texto…