Mi abuela Rufina, que conoció los horrores y sobrevivió a la guerra civil española del 36, decía: “Le tengo más miedo a los vivos que a los muertos”. Para refrendarlo, en una noche de tormenta de octubre, me contó una historia que todavía trato de olvidar…
Fue durante una madrugada de invierno a mitad de enero en Madrid. La nieve hacía intransitable el camino, desdibujado por la neblina, que llevaba hasta el depósito del estraperlo, donde se conseguía lo que no había en guerra. Iban seis niños, de dos en dos, agarrados de las manos y agachados para no ser vistos por los guardias rojos.
Entraron al callejón de su destino. De repente, un grupo de guardias les dio la voz de alto. Las piernas entumecidas por el frío no les permitieron correr y solo acertaron a agruparse todos, de rodillas, esperando el fin. Se abrazaron, gimieron y rezaron, pero en silencio.
Los guardias encendieron los reflectores para ubicar al grupo que presentían entre la nieve. Tenían la intención de matarlos a sangre fría, pero solo vieron una pantalla blanca que se formaba con la neblina.
Se cuenta que un francotirador de la resistencia, desde su escondite, no perdió la oportunidad y disparó hacia donde salía el haz de luz, acabando con los reflectores y con los guardias.
Quién fue, nunca se supo, los tiros salieron del cementerio…
Fotografía de portada: Alex Kozlov – https://www.pexels.com/photo/5137448/
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Tan cruda como real… Recordar nuestras vivencias y las de otros que han sido parte esencial de nuestras vidas, es honrar nuestras raíces…
Un abrazo, Miguel.