La casa de los muertos

Esta historia inicia el 17 de marzo de 1813, para ser preciso en Halberstad, pueblito en el corazón de lo que hoy es Alemania y en esa época formaba parte del Reino de Westfalia. Ese día nació Augustus Gottfried Knoch, joven que desde su infancia demostró interés por las ciencias, vocación desembocada en grado de la facultad de medicina de la Universidad de Friburgo en 1845, luego de presentar su tesis titulada De lacte mulierum, traducida al castellano “Sobre la leche de mujer”.

Al obtener el título de médico cirujano decidió probar suerte en territorio americano. Tenía noticia de una nueva república surgida de la guerra independentista contra España. Un paraíso de clima maravilloso al Sur del Caribe, cuyo gobierno, por consejo de Alexander Von Humboldt al general José Antonio Páez, abría puertas a emigrantes europeos. La idea de conocer Venezuela lo sedujo, así que abordó un navío para cruzar el Atlántico.

La sed aventurera lo llevó a desembarcar en La Guaira a pocos meses de tomar el juramento hipocrático. Se estableció en el puerto, abrió consultorio ejerciendo carrera y no tardó en pagar el pasaje de su esposa, la pequeña Anne, y su hermano Wilhem, quienes llegaron acompañados por las hermanas Weissmann, Josephine y Amalia, parientes del doctor, huérfanas un tanto menores que su hija.

Alto, flaco, rubio, de ojos claros, elegante y dueño de modales perfectos, el doctor Knoch se convirtió en personaje respetado. Comenzó atendiendo habitantes alemanes de la villa, que lo apodaban Knochen, o “Hueso” en su idioma natal, como chanza por su profesión y contextura física.  Ese temible mote no evitó que, poco a poco, fuese recibiendo cualquier visitante, sin importar nombre o tamaño del bolsillo. La gente lo veía como hombre sabio, alma caritativa que solía recibir pacientes aunque no pudiesen compensarle el favor con dinero. Su popularidad aumentó al probarse tenaz luchador contra la epidemia de cólera y colaborar en la tarea de refundar el hospital San Juan de Dios.

Era un verdadero amante de la naturaleza. Cuando no estaba curando enfermos o salvando vidas, se le podía ver abandonando el puerto a caballo para transitar  senderos del cerro. Disfrutaba de su soledad subiendo los fines de semana a Galipán, un pequeño caserío que adorna uno de los puntos más altos de la cordillera. Pasaba horas contemplando el paisaje desde el tope del “Picacho”, mesmerizado por un horizonte infinito, al Norte la costa y el manto de la mar, al Sur el valle de Caracas con sus techos rojos. Un escenario majestuoso.

La montaña, el bosque y sus trillos, le recordaban a su tierra natal. El frío día y noche resultaba plácido, comparado con la temperatura sofocante que abrasaba el puerto. Cerca de Galipán existían pequeñas fincas dedicadas al cultivo de café, frutales y flores. Por ello decidió comprar un terreno en el sector Palmar para construir una casa. Su señora no se acostumbraba al calor y humedad en La Guaira. Luego del primer paseo juntos al tope del Ávila, comentó que aquel sería lugar ideal para vivir.

Al comprar la finca, se empeñó en la idea de habitar su nueva posesión. Trazó planos dibujando su vivienda soñada, perfilada al estilo de las edificaciones características de la Selva Negra. Quería un palacio dotado con laboratorio para desempeñar sus trabajos. La morada estaba casi lista al estallar la Guerra Federal. Beligerancia e incertidumbre política regían los destinos del país, delineando escenarios maltrechos, presagio de futuro incierto. Lo mejor era alejarse por un rato. Lo acompañaron su mujer, Anne y su marido, Henrich Müller, Wilhem y las Weissmann. Se establecieron en la mansión bautizada “Buena Vista”, nuevo y último hogar de la familia, donde aún se les puede visitar.

En este punto comienza el relato a dibujarse con pinceladas oscuras, matizando una leyenda que parece salida de las páginas de un cuento de terror, al mejor estilo de Drácula o Frankenstein. Tras abandonar La Guaira empezaron a circular todo tipo de rumores, sugiriendo que “Herr Knoch”, fatigado de sanar enfermos, buscaba una fórmula para prolongar la existencia, realizando experimentos raros en los cuales buscaba revivir muertos. Las presunciones no demoraron en sembrar el miedo a toparse con espantos vagando por los trillos del Ávila. Por ello nadie osó acercarse al sitio durante más de medio siglo.

Fue en 1925, en tiempos de la dictadura del general Juan Vicente Gómez, que por primera vez un grupo de excursionistas fue a parar en la casa. Se trataba de una expedición organizada por alemanes, liderada por Eduardo Rooswaag. El grupo buscaba respuestas a incógnitas sobre el mito del doctor Knoch, conocer la verdad sobre lo acontecido en su predio.

Entre el denso follaje de una vertiente del camino real se abrió el paisaje develando un escenario asombroso. Hermosas plantaciones de toronjas, aguacates y tamarindos, un invernadero surtido de rosas y claveles. En la cumbre del terreno una mansión antigua, erosionada por el tiempo, cumpliendo en todo espectro su protagonismo en este relato misterioso, escenario de lo oculto.

Formaba parte de la comitiva el escritor Miguel Aristeguieta, quien relata ser recibidos en la propiedad por una anciana que los invitó a pasar a la casa y se presentó como Amalia Weissmann. Mientras colaba café, preludio de conversación, él observaba detalles, intentando describir el sitio. El salón revestido de madera, la chimenea inmensa bordeada por gradería rústica, decorado al mejor gusto europeo.

“Creía me hallaba en la galería de algún castillo en el Gran Ducado de Baden. El mueblaje y los cuadros que pudimos ver en la galería de Knoch parecían pregonar episodios culminantes del antiguo imperio germano. En uno de los muros colgaba copia de la famosa pintura que representa la entrevista en el campo de Waterloo sostenida entre Wellington y Blücher. Más allá, a la derecha de la chimenea se hallaba el retrato de Federico el Grande, el Húsar Rojo, y otros que correspondían a los príncipes famosos de la casa de Prusia.”

Narró su vida comenzando por su arribo a La Guaira. Por lo que contaron y  recordaba, llegó en edad de cuna, aprendiendo a laborar de enfermera desde que tuvo uso de razón, haciendo lo mismo que su hermana mayor. Eso de trabajar en el consultorio, la epidemia de cólera, refundar el San Juan de Dios, el estallido de la guerra y el éxodo a Buena Vista. También como desde aquel momento en adelante, su estampa de médico generoso empezó a convertirse en la de un personaje malévolo, para unos hasta diabólico. Las intrigas brotaron cual maleza al abandonar el puerto, rumores que sugerían que “Herr Doktor” practicaba brujería con huesos y cadáveres en su laboratorio, dando origen al apodo de “El vampiro de Galipán”.

Según explicó Amalia todo era embuste, pura ficción. Nada más alejado de la realidad. Explicó el tío Augustus se valía de credenciales para extraer cuerpos no reclamados en la morgue del San Juan de Dios y subirlos a Buena Vista. Solía hacerlo a la medianoche, amarrándolos al lomo de una bestia para llevarlos a Galipán:

“Lo hacía con fines científicos”.

Estaba obsesionado con impedir la inexorable descomposición de los cadáveres, dotar con apariencia de vivos a los difuntos. Preparaba un suero que, al ser inyectado en la yugular, neutralizaba efectos de la putrefacción de la carne, preservando a los muertos, sin la necesidad de extraer vísceras o vendarlos como hacían los egipcios.

José Pérez, guerrillero caído en las primeras trifulcas de la federal, fue el primer cuerpo sin vida que llegó a Buena Vista y quedó “petrificado”, término utilizado por el doctor. A los pocos días de inocularlo se hallaba parado firme, a la intemperie, custodiando las escaleras. Su esposa, perturbada con la nueva fascinación del marido, decidió abandonarlo para devolverse a Europa, hecho que lo impulsó a pasar más tiempo inmerso en sus estudios.

Sobrevivió a su hermano Wilhem, Anne y Henrich, a quienes aplicó su fórmula y fue colocando en criptas de un mausoleo en la propiedad. Ella y Josephine lo atendieron, una tomando su mano y otra acariciándole la mejilla, mientras expiraba el último aliento de anciano en su lecho la madrugada del dos de enero de 1901. Cumplieron con su última voluntad, ser inyectado con su fórmula y colocado junto a la familia en el panteón.

A las hermanas les dejó preparadas, en tubos de ensayo encorchados, sus respectivas medidas de solución para ser administradas una vez llegada la hora, así como dos nichos en la bóveda, solicitando lo acompañaran en su lugar de reposo. Amalia recordó entre lágrimas que Josephine se unió al resto en abril de 1917. Ahora solo quedaba ella y pronto ocuparía el espacio reservado. Tenía desde entonces hablando con las momias, pues no había con quien más conversar.

Un año después de recibir su primera visita, intuyendo llegado el momento, la última habitante de Buena Vista convocó a Julio Leisse, cónsul alemán en La Guaira, para hacer entrega formal de la propiedad, dar instrucciones para cuidar el vivero de rosas y claveles, y entregar la llave de la necrópolis.

Amelia Weissmann falleció a principios de 1926, llevándose consigo el secreto de la fórmula del Dr. Knoch al otro mundo. Dejó preparada la jeringa, rogando a Leisse, y su acompañante, Carlos Reverón, pincharla en la yugular para petrificarla, mejor antes del último aliento que después.

El cónsul y Reverón cumplieron la orden. No hubo acto religioso, despedida o velorio. Recibió su dosis, la cargaron entre ambos en camilla hasta el mausoleo, donde pusieron a reposar su cadáver al lado de Josephine, de brazos cruzados con las manos tocándose los hombros, ocupando la última cripta del mausoleo. Pusieron cadena con candado a la reja y al llegar a La Guaira lanzaron la llave al mar.

Lo cierto es que luego de la muerte de Amalia no se presentó heredero a reclamar la propiedad y el relato quedó sepultado en el olvido.  Hoy día restan vestigios de lo que alguna vez fue: ruinas de paredes con umbrales, maleza en vez de flores y frutales. Lo único que se mantiene en pie, además de la momia de José Pérez uniformado de soldado, son las escaleras que custodian y conducen al panteón, donde los muertos que subieron a Buena Vista jamás terminaron de morir.



Jimeno José Hernández Droulers

Imagen de portada: Casa del Dr. Knoch, según dibujo del arquitecto Andrés Norgaad (1966).
Fotogafías de Juan Carlos Oliveira @juancoliveir, Daniel Guanchez @dguanchez y Mirco Ferri @mirco_ferri
Imágenes documentales

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10 comentarios en «La casa de los muertos»

  1. Es una historia llena de magia, ciencia, curiosidad.opino q esta narrativa debe ser incluida en el patrimonio cultural del Ávila y de la guaira y de obligación de enseñanza en las escuelas del litoral y de caracas es bellisimaaaa……..

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