Dispara como francotirador desde el piso 17 de la sede de los tribunales de donde se aprecia una vista de Caracas cuyo esplendor y aparente quietud eclipsan el deterioro social e institucional de los últimos decenios.
Aunque la justicia es un ejercicio retórico él insiste, solitario, así como se empeña en atrapar la esencia del momento y perpetuarlo en una imagen valiosa para él ‒y a veces para otros‒ como una nota en la agenda pero con color y vida. Mirar desde lo alto equivale a tomar distancia, sirve para aplacar cualquier estridencia del ánimo, enfriar y frenar acciones precipitadas.
En un movimiento rápido gira presto a disparar de nuevo, sin titubeos, para atrapar la estampa engominada de uno de los abogados de la contraparte, apoyado sobre la baranda de la escalera, absorto en la pantalla del celular. Sin embargo lo deja escapar, ya esa imagen quedó congelada en su mente. Guarda su arma y se ajusta el paltó. Aprovecha el receso para disfrutar la vista de la ciudad desde otro ángulo hacia el Este en la falda de la montaña.
Abajo el bullicio de la calle y su caos, ahora quizás con menos corneteo y pregoneros, pero con un desorden que ya no se controla, como lo hacía con pasión y vocación de servicio el célebre Apascacio hace 40 años, girando sobre su eje en la Esquina de Sociedad.
A pesar de la luz incandescente de este mediodía de julio de 2021, no hace calor. Se entromete el humo de los destartalados medios de transporte que pasan aceite en los que se traslada, al precio de numerosas dificultades, una población que sufre el implacable desdén de quienes la gobiernan con impiedad, aunque todos sabemos que eso no es gobernar.
La brisa cuela su frescura por los pasillos de la sede judicial en Plaza Caracas, lo despeina y barre un olor nuevo de estos tiempos, pero húmedo y rancio, de los corotos a veces inservibles que los buhoneros exhiben ordenada y clasificadamente sobre sábanas viejas, cortinas o manteles, en la acera del edifico Norte de las Torres del Silencio.
Es inevitable entristecerse ante esa vista, constatación palpable del deterioro de ciertos sectores de la capital venezolana, de la escasez de repuestos originales y de la improvisación a la que hay que acudir para poner a funcionar cualquier equipo o inclusive obtener una prenda de vestir, como si se tratase de un disfraz que buscamos en otras épocas para impresionar a nuestros amigos en las fiestas de carnaval.
Pero ¿de qué sirve fustigarse? Es mejor elevar la mirada y deleitarla en un recorrido imaginario sobre los techos rojos del Palacio de las Academias y del antiguo Congreso de la República que todavía guarda su prestancia, como si fuese una dama nunca ultrajada pero que en el fondo llora la afrenta.
Se detiene en el verde de los árboles de la Plaza Bolívar, por donde ha transitado toda su vida. Recuerda el sonido de los badajos del campanario de la catedral al anunciar las 8 de la mañana, cuando de la mano de su padre caminaba escuchando sus recomendaciones de vida e historias familiares que sirven para saber quién eres. Siente como si hubiese sido predestinado a recorrer esa zona por siempre.
Prosigue su vuelo rasante, como si quisiera oler el pavimento o el aroma que se desprende de la ceiba de San Francisco. A través del lente, su mirada sigue de Sociedad a Gradillas, de Torre a Veroes, de Veroes a Ibarras, de Ibarras a Pelota donde tuvo su oficina hace más de 20 años y así… hasta hoy, cuando todavía puede saborear aquel recorrido con gusto de nostalgia pero con una presencia inusitada.
Prefiere conservar solo las remembranzas cordiales del corazón de su ciudad, y decide dispararle a quemarropa al desaparecido Congreso de la República y a los alrededores de la Plaza El Venezolano, aunque sin herirlos de muerte y sin retar a la naturaleza que no emite quejido para no hacerse escuchar pero que sí oyó la detonación.
Aún le quedan municiones para retar a los poderes en las sombras y escrutar con la mirada aguda el entorno, siempre presto a capturar nuevas presas para su colección de trofeos de caza. Puede inclusive retroceder en el tiempo, llegar a las esquinas de Paraíso a Poleo, a Miraflores, de Jesuítas a Maturín para detenerse ante la Logia Masónica con sus cuatro columnas salomónicas. Sigue hacia Canónigos, y escucha las pisadas cautelosas de su padre subiendo las escaleras hacia el cuarto piso hace más de sesenta años cuando, sabiendo ya caminar, se hacía astutamente el dormido para que lo llevaran en brazos hasta la cuna.
Picardías y recuerdos imborrables de infancia, de algunos episodios trágicos y alegres, imágenes que se hacen escuchar discretamente y que no se sabe por qué permanecen encriptadas y sin secuencia en su mente.
Al pasar por la Esquina de las Ibarras recuerda el goce que sentía al observar desde la azotea del Edificio Central el tráfico de la avenida Urdaneta, por donde transitaban los Pontiac, Chevrolet, Cadillac, Studebaker y Jaguar último modelo… idénticos a aquellas miniaturas con las que jugaba. Reconstruye esos momentos en los que sus padres visitaban a sus amigos afrancesados, dueños de tiendas de ropa fina, casimires de calidad, vestidos y prendas de Chanel y de Dior, recuerdos de El Gallo de Oro en la esquina San Jacinto, de la Mano de Oro de Gradillas a Sociedad y del Bouquet de Oro de Torre a Madrices, donde se disfrutaba de un comercio cosmopolita, un Pequeño París ‒como se llamaba la tienda de Louis y Madelaine‒ donde se podía conseguir lo que se quisiera desde un botón de nácar esculpido tal vez a mano con una efigie del Louvre, una blusa de shantung de seda con aquel olor a mujer atrayente y fina de los años 50, hasta una esbelta pluma de avestruz.
Durante todo este trayecto en que lo seguí con sigilo como un espía, el protagonista de esta historia hurgó en su memoria y en su entorno en el que quiso encontrar e inmortalizar algún souvenir, pero pronto entendió que se habían borrado. Por más que trata de reconocer en el pavimento el taconeo de los zapatos altos escotados de patente que seducían a los transeúntes bien trajeados, e intenta impregnarse de nuevo del delicado perfume de la época, su vista solo tropieza con el aviso de un establecimiento con las puertas clausuradas.
Entonces, reverentemente, se quita el montecristi de nudo cerrado, recordando los de su padre que aún conserva y decide dispararle al nombre de la sombrerería. No puede evitar darse el gusto: ha sido y sigue siendo un francotirador.
Con un poco de imaginación y estimulando los cinco sentidos se puede recorrer a nuestra querida Caracas desde lo alto como si camináramos sobre sus aceras…
Fotografías: Zacarías Santorini
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Para qué fustigarse «?….» como la dama nunca ultrajada pero que llora la afrenta.» …»con un poco de imaginacion y estimulando los sentidos, se recorre Caracas, como si camináramos sobre sus aceras».
Me gustó..y mucho .Además movilizó mis recuerdos de hija de un abogado que me hacia pasar las tardes en la Torre de Pajaritos, entre el olor glorioso de expedientes y los escritorios grises con sus máquinas de escribir en sinfonía interminable de 8 a 4pm…y esas dos columnas en grado 33…??pues ni hablar..
Gracias Zacarías, mil gracias por fotografiar, escribir e insistir en la belleza omnipresente de nuestra Caracas
Maria Alejandra, gracias a ti por expresar con tanta bondad lo que representó para ti mi pequeño relato. Gran iniciativa de la editora de Contexturas. Al principio no capté la idea en toda su extensión pero realmente fue delicioso realizar su motivacion y percibir sensorialmente a nuestra querida Caracas. Cordialmente.