Recibía mi ingenuidad provinciana una madrugada de 1987. El Malibú blanco de asiento corrido, que asumí robado del set de Mi bella genio, se abría por La Planicie como estrella de Belén en cielo titilante. Aún lo desconocía, pero su condición bipolar que imanta como expulsa sería de ahí en más encanto y quebranto para mis días. Piel de hierba y concreto, cabellos de árbol y neón; labios de herida y bucare, ojos de azabache y sol. Una noche, la luna en sangre encriptó su alma de adolescente eterna en un enorme híbrido vertebrado que simula dormir al margen de los siglos. Rendida ante su destino antropomorfo, la adolescente canta, llora, ríe y pena en las entrañas del animal jurásico. Se exalta, se aflige; padece diásporas, lisonjas y controversias; excesos de calma en guerra, arranques de ilusión en la penumbra del desahucio, certezas cuando cunde lo incierto, soberbia en horas humildes… Mientras, en el valle que moldean sus patas, la vida fluye y bulle en un laberinto de sueños e inquietudes que han extraviado la salida. Cada tarde, al volver del colegio, el niño mira sestear su silueta bautizada en polvo de oro:
―Mami, ¿ese dinosaurio nunca va a despertar?
Imagen de portada: fotografía de Karina Salas @karina_salas_r