Caracas conjura

Caracas conjura cielos
diariamente casi celestinamente.
Caracas se tambalea, se yergue,
se minimiza y fallece unas cuantas veces.

 

Caracas, mi Caracas adolescente negada a la adultez, se desviste cual meretriz por la Cota mil. Ataviada del poliverde piedemonte avileño, cordones multiétnicos, antropológicos y fonéticos se hacinan en sus laderas: San José del Ávila, Puerta de Caracas, Los Mecedores, Sabana de Blanco, encriptan recuerdos atascados de memorias antañonas, de zaguanes, de tragaluces, de mecedoras de esterillas y potes de leche Klim con plantas de albahaca morada.

Mi pupila caraqueña es gimnasta: crece y se exalta con los arreboles y el batir de alas de las guacamayas, explotando en brillo indecible;  mientras que se vuelve un punto imperceptible al mirar los cajoncitos en la montaña de ese rosario de miseria desde San Agustín, La Charneca, Las Brisas, Petare, tratando de desaparecer y así no perecer en tanto quehacer doloroso y diariamente calamitoso.

Para mirar a Caracas usas gríngolas tecnicolor, de lentejuelas y de papel maché, y entonces te conviertes en Ilan y vas de Petare a la Pastora y tiemblas de emoción con el azul insultante que papá Dios pintó en su cielo y ves el Picacho convertido en el pezón de la montaña encantada, esa que es madre y mujer amada.

Caracas conjura su caos y su encanto con la ligereza de un susurro, la misma que tiene sus alisios y frentes fríos que no se detienen frente un alisado japonés hasta llevarlo al mejor afro posible, con esas latas de agua abruptas e indómitas de 10 minutos, después de las cuales el arcoíris caribeño muestra su mejor versión, y en perfecta métrica tres por cuatro, y siempre en clave de sol: sol-viento-garúa-chaparrón-garúa-viento-sol.

En mi Caracas, ese azul indómito y fugazmente eterno, persiste e insiste en ser izado como estandarte para no odiar a esta ciudad que te lleva de la vehemencia a la locura, del hartazgo al vacío, de una emoción a otra cada dos horas y, citando a Calvino, como para “tratar de saber qué es infierno y qué es paraíso”.

A Caracas la miro a los ojos, buscando de encontrarla y encontrarme yo en ella: trato de respetar su fisonomía de collage demoledor en el que todos los días caigo a la lona y me empiezan a contar y, en el número tres, mi fénix renace sólo con mirar ese azul grosero que un arcángel diseñó.

A Caracas la veo desde el reflejo del vidrio oscuro del bodegón que abrió ayer en la esquina de mi casa y en el tropel de los tres zamuros divertidos que viven en la antena colosal  que miro desde la ventana de mi sala y que toman baños a media mañana o desde aquella escena de AnimalCaracasCity que no pude grabar en mi teléfono, en la que un zamuro envalentonado y enamorado intentaba cortejar a una guacamaya (o al menos eso parecía entre el graznido de ella y el batir de alas de él) y los imaginé convertidos en unos Montesco y Capuleto, caraqueños y alados:  Guacamaya y Zamuro, una historia de amor sin futuro.

Mi Caracas palpita en la cartulina fucsia que, transmutada en señal de tránsito, es un stop para parar a comprar doce panes por un dólar, o en la pizarra negra que escupe tizas pastel de colores que remedan naturalezas muertas de pizzas, donas y croissants.

A mi Caracas la miro y vivo desde el Fox amarillo, herencia de un amor consanguíneo que migró allende el mar. Su embrague determina mi tempo y mi temeraria costumbre de fotografiarla a hurtadillas, por el retrovisor, en una curva o donde me invada la emoción, como aquel día de abril en que subí a fotografiar cúmulo-cirros el mirador de Valle Arriba y aquel amor me negó su corazón.

Caracas, mi ciudad a medio hacer, a medio destruir, a medio construir, la más sucia, la más  limpia, la más fotografiable, la más  odiable, cohabita en mis memorias antiguas y cercanas como estímulo vital, como elemento cardinal, de asombro constante, como muestra de la eternidad de lo efímero, del desgarrador desapego a las leyes naturales, a la muerte de la luz roja de los semáforos de todas las calles de todas las esquinas de la avenida Baralt, la avenida Sucre y San Bernardino, al réquiem de las aceras de la avenida Urdaneta y a su extinta estructura, a sus inmensas fosas Marianas del asfalto, engalanados con rines, palos, telas, cartón piedra, emulando al mejor espantapájaros que despertaría la envidia del combo de Judy Garland en el El mago de Oz.

A mi entrañable ciudad  Caracas, la veo con ojos de un poseso, con ojos de delirio lisérgico, con esa mixtura inaudita y kitsh de kilómetros de  vitrales de papel y vidrio ahumado y cemento pulido al lado de arcos, gibas y adoquines. La veo desde el  memorable trip  que se extiende desde los túneles de la Trinidad a Caricuao, donde existen todos los ecosistemas, todos los asfaltos, todos los cielos, todos los edificios, todas las casas, todos los carros,  toda la miseria y toda la felicidad del caraqueño que vive sobre cuatro ruedas: contemplo sus Malibú, sus Chevettes, sus Mustang, sus Audi, sus Alfa Romeo, sus Corolla, los trillones de motorizados con su marca de ceniza en la frente  y veo a las  nuevas jeepetas, ícono aterrador de una nueva raza de caraqueños, que te resoplan en la maleta, que ignoran cualquier código ciudadano, que no hablan ni piensan ni sienten como tú, pero que viven, como tú , en el valle de esta tuya, mía ‒nuestra‒ Caracas.

A mi Caracas la miro, la veo con amor, con amor de madre, de adolescente, de mujer y de ser humano, con mirada aguda de fotógrafo que delira por el serpenteo del Ávila, por las esculturas dispersas en locaciones inauditas: trato de bajar la velocidad e imaginar a todos los que están montados en el mural de Zapata en la UCV, adoro y saludo a María Lionza en su danta, luego imagino saciar la sed con una de las gotas de lluvia frente al CCCT, imagino malabarismos con la esfera naranja y de allí en adelante, al pasar Petare, en esa misma autopista, imagino al metro convertido en monorriel que pudiese llevarme por doquier…

Caracas es dama entaconada,
envalentonada y muy bien maquillada.
Caracas es color, luz y forma
Azules y verdes en contraste perenne
Caracas, mi ciudad
Conjura colores, dolores y amores.
Una vez al día y
Treinta veces al mes.
Caracas, mi ciudad
CONJURA.



María Alejandra Rondón

Imágenes de Said Assef

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