Caracas: La París que nunca fue

Una de las experiencias más excitantes para el ser humano consiste en disfrazarse, tomar prestadas por un momento la apariencia y actitudes de otro y hacerlas suyas; sea por mera diversión, o para lograr una aproximación interpretativa con una entidad o realidad específica, que le permita trascender a un estado de consciencia superior. Sin embargo, en ciertos casos estos fetiches que exaltan las ocultas fantasías del hombre no trascurren como una experiencia psíquica más, sino que son proyectados directamente en el desarrollo de la vida social y urbana, transformando a la ciudad en un enorme escenario que va cambiando su decorado de acuerdo a los gustos de sus gobernantes y las costumbres de sus pobladores, intereses que si bien a veces no concuerdan, generan dinámicas particulares en cada territorio.

Hay ciudades que quieren ser tomadas por otras, tal como San Petersburgo pretendió ser Ámsterdam, o Nueva York, Londres. Mas en el fondo, todas quieren ser París o al menos parecerse a ella; pero no cualquier París, sino la reformada por el Barón Haussmann en 1852, bajo las ordenes de Napoleón III; de amplios bulevares, paseos ajardinados, plazas monumentales, parques exuberantes y multitudinarios teatros, unidos bajo un ecléctico y extravagante patrón estético que demostraba el poder y el derroche del Estado francés, mientras sus habitantes se sumían despreocupados en la joie de vivre, el placer y las artes, olvidando para siempre el aspecto real de “la giganta” de Víctor Hugo, cuyos vestigios hoy sólo son visibles en los registros del fotógrafo Eugène Atget.

Este era el modelo a seguir en el mundo entero, la alegre y moderna ciudad pintada por Degas y Toulouse-Lautrec, llena de distracciones, placeres, adelantos científicos y culturales y un aire inigualable de libertad y libertinaje que invadía cada célula del cuerpo de propios y extraños; este fue el patrón urbano que enamoró profundamente a Antonio Guzmán Blanco (1829 – 1899) y que cambió para siempre la percepción que tenía el caraqueño de su capital. Caracas era para ese entonces una ciudad con un trazado hipodámico1 a la manera española; cuadras con paredones de tapia y tejados de caña amarga convergentes en plazas de armas dominadas por alguna iglesia, maltrecha por los estragos de las guerras de Independencia y Federal; con una población sumida en la aparente rectitud social, el machismo y la profunda fe católica, sin que por ello dejaran de ocurrir los constantes hurtos en mercados y pulperías, las peleas callejeras o el hallazgo de algún cadáver en el río Guaire.

Al llegar al poder en 1870, Guzmán Blanco, llevado por la necesidad de hacer gobernable la ciudad, así como por un profundo desprecio por los vestigios de la colonización española y el papel que la Iglesia Católica jugó en ella, no sólo tomó la decisión de expulsar al nuncio apostólico de la época, sino que realizó una serie de reformas físico-espaciales e institucionales, demoliendo o expropiando construcciones religiosas que recordaban esa oscura página de la historia, para reescribirla en el espacio de acuerdo a sus credos y fetiches. Para ello contó con el arquitecto Juan Hurtado Manrique, redactor del nuevo estilo y entendido en la estética y el simbolismo que necesitaba instaurar el tirano en su renovada capital.

Si se paseara por la Caracas de esa época, ya sea con un levita ceñido, sombrero hongo y bastón en mano, o con un vestido de amplia crinolina, tocado floreado y abanico en el rostro, se podría visualizar una Iglesia de la Santísima Trinidad reformada para albergar los restos de los héroes patrios; un Gran Templo Masónico, cuya construcción fue financiada por la logia de Caracas hasta que el Estado asumió su construcción, por ser el presidente miembro de la Orden; la Iglesia de Santa Ana y Santa Teresa en el lugar que ocupaba el oratorio de San Felipe Neri, demolido para construir un templo en honor a Ana Teresa Ibarra, esposa del mandatario, de tal belleza y dimensiones que opaca en esplendor los dejados por los conquistadores; una plaza de mercado trasformada en Plaza Bolívar, mostrando orgullosa la estatua ecuestre del Padre de la Patria hecha por el Todolini; y una Santa Capilla que conmemora el centenario del Libertador. El conjunto muestra aduladoramente la alta cultura del gobernante y su proyectista en jefe, mientras hombres y mujeres de distintas clases se pavonean sorprendidos entre las empedradas calles que los circundan.

Del mismo modo, Guzmán Blanco influyó en las costumbres culturales de la Nación otorgando becas a artistas de la talla de Antonio Herrera Toro, Cristóbal Rojas y Arturo Michelena para que se especializaran en Francia; también crea la Academia de Bellas Artes y promueve actividades que muestran al mundo un proyecto que existe más en sus deseos que en la realidad tangible, siendo la más importante de ellas la Gran Exposición de Venezuela de 1883; para dicho evento ordena construir un pabellón especial, ocupando y remodelando los edificios de la Universidad de Caracas y el Museo Nacional con un estilo neogótico cuyo fin era causar en los visitantes al evento la impresión de que Caracas era una ciudad progresista, implantando el “matrimonio simbólico entre la identidad Nacional y el recuerdo a Bolívar” como publicidad promocional del país.

Caminar en esa Caracas reformada debió causar gran impresión en sus habitantes, quienes dejaron atrás la rigidez escolástica para sumirse alegremente en una ciudad colmada de bulevares, edificios públicos, espectáculos teatrales ‒ahora realizados en un edificio construido exclusivamente para ello por Esteban Ricard y Jesús Muñoz Tébar‒ y amplios paseos ajardinados en el cerro El Calvario, donde era posible distraer el cuerpo con una caminata, un baile popular o un rápido y furtivo encuentro amoroso; mientras abajo el centelleante domo del Capitolio brillaba como la nueva joya de la capital, construida por Luciano Urdaneta en dos cuerpos neoclásicos para albergar el Palacio Legislativo y los triunfos de la Federación, unidos por galerías y pórticos laterales que convergen en un patio central engalanado con una réplica de la fuente de la Place de la Concorde de París.

Guzmán Blanco encargó al pintor Martín Tovar y Tovar la decoración interna del Salón Elíptico del nuevo Capitolio, con representaciones de las batallas de Boyacá, Junín y Carabobo, la cual se extendería por toda la cúpula usando la técnica del marouflage. Esta será la última batalla gloriosa dada por el Ilustre Americano ya que a pesar de saber concluido el lienzo en el taller parisino del pintor, no llegará a verlo implantado en el sitio elegido para su deleite y el de las generaciones futuras; finalmente Guzmán Blanco fue el insigne vencido.

Si bien la era guzmancista dejó una visión francófila de la ciudad y sus instituciones, el estilo personalista, la realización de trabajos fachadistas más que constructivos y el desinterés de los gobernantes futuros en esta idea de progreso, truncaron el sueño decimonónico de la “pequeña París”, legando el periodo posterior pocas aunque significativas construcciones de este estilo. Entre ellas destacan el Arco de la Federación por Manrique, inspirado en el Aro de triunfo de la Place de l’Étoile; las mansiones de Joaquín Crespo, hoy Villa Santa Inés y Palacio de Miraflores, del arquitecto italiano Giuseppe Orsi de Mombello; y el Teatro Nacional, el Palacio Municipal y la Corte Suprema de Justicia, de Alejandro Chataing, construidos en el gobierno progresista de Cipriano Castro. A partir de ese momento la Ciudad Luz se hace cada vez más lejana, hasta que el dichoso destello casi se extingue.

A pesar de las reformas, al compararla con otras ciudades de América, Caracas no dejaba de ser un pueblo de medianas dimensiones y para 1920 no había llegado aún a los cien mil habitantes; contrario al afrancesamiento de Guzmán Blanco, Juan Vicente Gómez afianzará el origen hispano de la capital, con construcciones de sabor español como el Nuevo Circo de Alejandro Chataing; la fachada neocolonial y la torre central del Panteón Nacional, ideados por Manuel Mujica Millán para conmemorar el primer centenario de la muerte del Libertador; y las fachadas de los museos de Ciencias y Bellas Artes, obras del joven Carlos Raúl Villanueva, inspirados de manera notoria en el Museo del Prado de Madrid.

Sin embargo, Caracas aún quería ser confundida con París; y en paralelo al giro hispanizante que impulsa el Benemérito se erige frente al Teatro Guzmán Blanco el fastuoso Hotel Majestic, obra de Mujica Millán; este se convierte en el primer rascacielos de la ciudad, con cuatro niveles de altura rematados en una cúpula y decorado en sus portales, rejas, balcones y techos al mejor estilo Art Nouveau; el edificio contaba con modernos servicios de agua caliente en la grifería, alumbrado eléctrico y ascensor; era el sitio de moda donde la alta sociedad local y latinoamericana podía divertirse al mejor estilo de la Ciudad Luz, con colores, orquestas, bailarinas y placeres con los que satisfacer un cuerpo anhelante de regocijo.

A finales de esa década y con la llegada del auge petrolero la ciudad empezó a crecer hacia el Este, dando origen a urbanizaciones como La Castellana y Altamira que albergarían las residencias de los patricios y meritócratas de la sociedad, alejados físicamente del populoso y anárquico casco central para así tratar de cumplir el sueño de vivir en un petit París. Fue el arquitecto y urbanista Luis Roche quien, entre 1940 y 1945 y por iniciativa privada, dio forma al sueño de la socialité caraqueña, mediante el diseño de un sistema de amplias avenidas que convergen en la llanura de una plaza, bordeada simétricamente por pabellones versallescos y pérgolas exóticas, y en cuyo centro se yergue un obelisco que semeja al de la Plaza de la Concordia parisina; un falo erecto y palpitante que se introduce en la identidad colectiva como símbolo de la “Caracas del Este”, al que se puede llegar desde cualquier punto de las avenidas Francisco de Miranda, Luis Roche y San Juan Bosco.

Paralelamente, el aire Belle Époque de la Caracas del Oeste llegaba a su fin; un plan de modernización estaba en pie y exigía un cambio de paradigma estético y dimensional de la ciudad; el sueño de París cedía espacios para dar paso a la ambición neoyorquina de grandes rascacielos y servicios modernos, gracias al dinero generado por el oro negro y un nuevo y renovado pensamiento plástico adherido a los credos del arquitecto suizo Le Corbusier (1887-1965) y su visión mecánica y funcional de la arquitectura2; una sacudida que en pocas décadas cambió el ideal de aquellas pequeñas villas residenciales a las afueras de la capital, por el más grande monumentalismo urbano.

Por paradójico que parezca, el plan de desarrollo que intentaba implantar Nueva York en Caracas lleva al gobierno a dirigir nuevamente la mirada a París, ya que es ahí donde encuentran los más avanzados credos en materia de urbanismo y arquitectura para ese entonces, dogmas que invadirían el mundo entero convirtiéndose en un estilo internacional; será en 1939 cuando el urbanista francés Maurice Rotival presente su “Plan Monumental de Caracas” al gobierno de Isaías Medina Angarita, delimitando el crecimiento y desarrollo de esta en un eje Oeste-Este a través de las actuales avenidas Bolívar y Francisco de Miranda.

 Otro eje a desarrollarse bajo el argumento de modernidad nacionalista, durante los gobiernos de Isaías Medina Angarita y Marco Pérez Jiménez, será el Sistema de la Nacionalidad ubicado al sur de la ciudad; compuesto por una red de paseos verdes que unirían la Ciudad Universitaria de Caracas con la Escuela Militar, desde Los Chaguaramos hasta El Valle, con los paseos Los Ilustres, Los Símbolos, Los Precursores y Los Próceres, planificados por el arquitecto Luís Malaussena con obras escultóricas de Ernesto Maragall; el conjunto cierra con dos monumentales monolitos desde donde Bolívar y su séquito miran celosos a la ciudadanía cívico-militar; en sus muros se inscriben los nombres de los combatientes y las batallas que dieron pie a la libertad de los países bolivarianos y hacen de este lugar heroico de Caracas lo que Les Champs-Élysées son a París.

Un camino paralelo seguía la arquitectura oficial, con sus patrones puramente corbusieranos, erigiendo importantes hitos que contribuyeron a dar una visión moderna de la capital, como lo son el Centro Simón Bolívar, obra de Cipriano Domínguez, un complejo cuya construcción ameritó la demolición del icónico Hotel Majestic y la mutilación del Teatro Municipal; la Ciudad Universitaria de Caracas, de Carlos Raúl Villanueva y el Hipódromo Nacional “La Rinconada”, del norteamericano Arthur B. Froehlich; desarrollados todos en un período que abarca los gobiernos de Medina Angarita, Pérez Jiménez y en el caso de la Ciudad Universitaria, se extiende un poco más allá.

 Muchos de estos baluartes arquitectónicos han sufrido los estragos del tiempo, además del mal uso y vandalismo, viendo perjudicada su integridad física por el despojo de revestimientos y la destrucción parcial o total de elementos estructurales, arquitectónicos y artísticos. Ellos dan testimonio del auge, gloria y decadencia del cálido esplendor de una fantasía parisina que cada tanto se instala en nuestro valle; y todavía hoy invita al deleite que producen sus formas, a pesar de su agónica belleza. Por eso los fieles enamorados degustamos tiernamente sus espacios mientras la ciudad, anhelando sentirse nuevamente París, emula la aterciopelada voz de Édith Piaf y nos canta en el corazón “non, je ne regrette rien, ni le bien qu’on m’a fait, ni le mal”… Caracas, una París que no fue, ni será...


Notas del autor

  1. Llámese así al sistema de cuadriculas regulares utilizado por los españoles a la hora de planificar sus ciudades y que tiene su origen las teorías y practicas urbanísticas de Hipodamo de Mileto (498 a. C. – 408 a. C.).
  2. Para Le Corbusier, una construcción no es más que una máquina para hacer una actividad determinada, así, instauró el término “máquina para vivir” para referirse a la vivienda. Según sus preceptos, una buena edificación debe cumplir con cinco requerimientos básicos: tener pilotis3; estructura independiente de los cerramientos; planta libre para el tráfico y la socialización; fachada libre o continua de ventanales que permita la iluminación y la ventilación natural mientras son protegidos del sol mediante el uso de brise-soleil4; y techo plano ajardinado para la recreación y diversión de los usuarios. Por otra parte, fomentó la síntesis entre las artes como la pintura y la escultura para acentuar la connotación social de la arquitectura.
  3. Columna desnuda, sin cerramientos y de forma cilíndrica.
  4. Quitasol: elemento de concreto o metal, adherido de manera permanente a las edificaciones bordeando las ventanas a manera de visera.

Eduardo Zambrano Camacho
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1 comentario en «Caracas: La París que nunca fue»

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