La mujer baja del taxi una cuadra antes de llegar a la casa paterna. Retorna después de quince años. Solo trae una pequeña maleta con ruedas, su cartera y una extraña carta que recibió hace poco por correo postal. Con sus tacos aguja acaricia la superficie de los charcos formados por la lluvia. La sensación le recuerda sus días de colegio. El vestido le resalta las caderas. Anchas. Macizas. Ella disfruta del sonido seseante de la tela con cada paso. Está cerca. Padre espera en casa, muy enfermo. Quiere ver a sus hijos antes de morir. Eso decía la carta. Madre murió hace años, sin que pudiera venir a verla. Llega a la puerta. Cerrada. La mujer se detiene ante ella. Un viento helado la envuelve de pronto. No sabe si vale la pena el largo viaje. Todo está igual en esa calle: las veredas, las casas vecinas, los negocios de comida. Solo ella ha cambiado. El día en que partió se llamaba Antonio. Tenía diecisiete años. Tal vez sea mejor no retornar. La mujer toma la maleta y se dispone a irse. La puerta se abre. La voz de padre se escucha fuerte y segura.
—Pasa, Antonio, te estaba esperando.
La mujer siente un alivio. Una fugaz esperanza.
Ingresa a la casa. La recorre, y a medida que avanza va confirmando que está vacía.
Persigo la belleza en la brevedad. La he perseguido en el cortometraje, en el microteatro y ahora en el microrrelato. La brevedad no admite palabras, planos, escenas demás. La brevedad exige, reta y abre un espacio a la magia, la experimentación y un diálogo invisible con los lectores.
Microrrelato publicado en Húmedos, sucios y violentos (Estruendomudo, 2020).
Imagen de portada: Rafael Guillén