Cena con taxistas

Nunca pude decirle que no a mi hermana. Eso me metió en más de un problema cuando éramos niños, pues a ella se le ocurrían ideas bastante extrañas, como reunir medias rojas obteniéndolas en forma furtiva de los patios del vecindario o dramatizar el incendio de la Biblioteca de Alejandría en la más bien austera biblioteca de la escuela.

Así que cuando ella decidió regresar de Europa me asaltó un sentimiento ambiguo. Por un lado, me embargó una tierna alegría que rebasaba los límites de lo simplemente fraterno, ya que ella es la única sobreviviente del núcleo familiar. Mamá, papá y nuestro hermano menor murieron hace muchos años en un accidente del que mi memoria no guarda más que nubes y algunos sonidos. Pero, por el otro, empecé a sufrir desde el instante en que me llamó por teléfono: con ella, lo sabía, vendrían nuevas y extravagantes y embarazosas ideas.

La recibí con una gran cena, ocasión para la cual pulí los viejos candelabros que dan fe de una muy antigua bonanza familiar, ahora reducida a unas discretas rentas que recibimos ella y yo. Ella comió poco, pero fue una linda velada en la que me contó sus extraordinarias vivencias en Europa.

Por mi parte sólo pude narrar mis esfuerzos por no perder mi empleo de corrector en el periódico local y alguna aventurilla aislada y desvaída, como mi viaje reciente al pueblo vecino a buscar un repuesto para la lavadora.

Luego nos sentamos frente a la ventana a fumar y a intentar reconocernos a través del manto que fueron tejiendo los años. A pesar de su edad sus pómulos siguen siendo abundosos y suaves, como cuando era niña. Sólo alrededor de sus ojos la piel empieza a sucumbir, y también en su cuello, por lo que se ha habituado a usar ropa que esconda tales desafueros de la biología. Si antaño fue una niña hermosa, ahora es una hermosa mujer cercana a los cincuenta años.

Hicimos tarde el desayuno, pues cuando nos acostamos ya estaba avanzada la noche. Comió poco esa mañana y poco al mediodía, y en la cena siquiera probó bocado. “Estás desganada”, le dije con el tono intermedio de una afirmación que es a la vez una pregunta. “Así es”, me respondió sin dar mayor importancia al asunto, y luego se sumió en un silencio que duró apenas unos segundos, pero que se me hizo insoportable. Después de dar un sorbo al vino, agregó: “Es que ahora soy antropófaga”.

Si oírla decir eso me desconcertó, saber de su particular gusto por los taxistas terminó por escandalizarme. No me pasaba por la mente pensar que estuviera bromeando; la conozco lo suficiente para saber que ella no le mentiría a su hermano. La conozco tanto que no me sorprendió cuando me pidió que la ayudara a calmar sus extraños apetitos.

Urdió todo el plan para mí y me proveyó del arma que acabaría con la vida de la presa. Tendría que irme a una de las calles aledañas al puerto y esperar a que pasara algún taxista de mediana edad, no demasiado delgado a fin de que su carne proporcionara alimento para varios días antes de volver a cazar. Entre el puerto y nuestro vecindario el trayecto obliga a pasar por una carretera oscura rodeada de terrenos baldíos, algo perfecto para quien no dispone de la sofisticación de un arma con silenciador.

El deseo de ver a mi hermana satisfecha y el temor a que enfermara a causa del hambre me dieron el valor para subirme al taxi. Era un carro muy viejo, de esos que en su momento tenían la apariencia de una fortaleza rodante y estaban tan bien construidos que podían salir airosos de cualquier accidente. Una época, también, en la que sólo se podía pensar en utilizarlos como taxis para ejecutivos, pues eran vehículos concebidos para los estamentos superiores de la clase media. Uno lucía los mejores modales al ir a una fiesta si veía estacionados afuera varios carros como este. Ahora, envejecido y aquejado de múltiples infamias de la mecánica, no era más que un taxi improvisado, que no pertenecía a servicio alguno más que al provisto por su dueño a los caminantes sin rumbo.

Mientras preparaba el arma, oculta en un bolsillo de mi chaqueta, entablé conversación con la presa y supe que había pasado ya los cuarenta años, era casado y tenía dos hijos. El mayor acaba de ser admitido en la escuela de derecho y el menor, que temprano demostró su patente incapacidad para los estudios, trabaja en el puerto cargando paquetes. Decía sentirse orgulloso de ambos —supuse que no era capaz de admitir su afecto, notablemente superior, por el competente aspirante a abogado— y hablaba con profusión de ellos, de sus noviecitas adolescentes, de su tumultuosa relación con la madre, una mujer fatídica cuyos únicos esfuerzos sinceros se concentraban en estropearle el día a sus hijos y a su esposo.

En cuanto dejó de hablar le conté una falsa historia de mi vida en la que incluí una falsa esposa y unos falsos hijos, pues necesitaba que me sintiera igual a él, que me diera su confianza. A eso le atribuyo el que hubiera frenado sin dudarlo cuando le dije que tenía ganas de orinar. No podía ser más fácil: me siguió y orinó a unos pasos de mí. Cuando me dio la espalda, hice un disparo certero que lo tumbó de bruces a pocos centímetros del taxi. Lo subí en el asiento trasero y lo cubrí con la chaqueta.

Encendí el motor y me quedé sentado al volante unos minutos. Temblaba y ni siquiera podía sostener el cigarrillo. La primera vez que mato a un hombre y las cosas me salen bien, sin mayores dificultades. Sentí temor por mi vida; es sencillo perderlo todo en un instante. Poco a poco volví a la serenidad, o a algo que de manera difusa se le asemejaba, construyendo en mi mente la imagen de la sonrisa de mi hermana.

Di una última mirada a la presa y partí. Era poco más de medianoche y hacía frío, por lo que lamenté no haber llevado una chaqueta adicional. Tomé nota de ello para no equivocarme la próxima vez. Ya bastantes preocupaciones me ocasionaba lo que estaba haciendo como para añadir el inconveniente un resfrío, el temor a perder el empleo si ese resfrío me obligaba a quedarme en casa un par de días.

Mientras pensaba en estas cosas escuché un ruido muy bajo, aunque intempestivo, en el área del motor. Quise ser optimista y seguí conduciendo, pero una de las agujas del tablero empezó a subir con velocidad y sentí un inquietante olor a plástico chamuscado. Así que detuve el taxi, abrí el capó y me puse a mover cables y mangueras como si mis limitados conocimientos de mecánica pudieran resolver mi situación, hasta que el humo me impidió respirar y tuve que apartarme. Me recosté de la puerta y encendí otro cigarrillo. Esperaba que, al enfriarse el motor, el taxi pudiera llevarme a casa antes de detenerse definitivamente.

Sólo entonces pensé en serio en la particularidad del nuevo capricho de mi hermana. ¿Por qué taxistas? ¿Qué diferencia puede existir entre el sabor de un taxista y el de un campesino, pongamos por caso, que además sería más fácil de cazar? Es decir: más fácil para mí, que aunque podía conducir muy bien, nunca fui afecto a involucrarme en los misterios de las bujías y los carburadores. Me confesé a mí mismo que había escogido a esta presa específica por la ruina que denunciaban la edad y la apariencia del taxi, pues imaginaba que si era lo bastante pobre, los cuerpos de seguridad no se ocuparían demasiado en investigar.

Sabía que nada podía impedir que las cosas empeoraran, por lo que no me sorprendió cuando otro taxi igual de desvencijado, conducido por otro hombre de alrededor de cuarenta años, se detuvo un poco más adelante. El hombre se acercó hasta mí y me preguntó por el taxista; se conocían y, al ver estacionado el taxi a un costado de la carretera, pensó que su colega había sido asaltado.

Aprovechando los retazos de información que mi taxista me había confiado, le dije que había tenido problemas con su esposa, y que aunque sus dos hijos intentaron detenerlo él se escabulló para ir a mitigar su pena cotidiana en uno de los bares del puerto, donde nos encontramos, pues también le dije que lo conocía.

Le conté que estuvimos tomando juntos hasta que él se desmayó y, en un destello de virtuosismo, agregué que, como no sabía dónde vivía, había conducido a la deriva, con el hombre ebrio e inconsciente en el asiento trasero, esperando encontrar algún taxista amigo, y que en eso estaba cuando ocurrió la avería.

Me hice de su confianza utilizando nombres propios y relatos que tendrían resonancia en la memoria de cualquier conocido del taxista. Lo convencí de que la mejor manera de resolver la situación era que atara una cuerda de su taxi al de su amigo para remolcarlo hasta su casa. Luego de dar las explicaciones de rigor a quien allí nos recibiera, le pagaría por llevarme y asunto terminado. Él revisó el motor y descubrió que una correa estaba rota, lo que había causado el recalentamiento. Supongo que eso le bastó para decidirse a abrir la maleta de su taxi en busca de la cuerda que necesitábamos.

Nunca pude decirle que no a mi hermana. Me hace feliz imaginar su expresión orgullosa, al recibirme de mi primera jornada de caza cargado con dos presas. Mientras conduzco el taxi del recién llegado, dibujo en mi mente la sonrisa con la que me dará la bienvenida y también sonrío.



Jorge Gómez Jiménez

Relato incluido en el libro de cuentos de Jorge Gómez Jiménez  Uno o dos de tus gestos (FBLibros, 2018)
Fotografías de Zacarías Santorini 

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3 comentarios en «Cena con taxistas»

  1. Me gusto el relato, muy imaginativo y bien logrado. Las imágenes se acoplan bien a la historia de una antropófaga. Felicitaciones a Contexturas, y a todos los participantes de este trabajo. Buen trabajo de recopilación de las obras presentadas en un tema difícil de expresar con tanta naturalidad.

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