Flores de Agapanto

I

Bajaba Pacheco, vecino del cielo y coronado de nubes, por el secular Camino de los Españoles. Andaba a lomo de asno o de mula, con canastos repletos de flores recién cosechadas en el cerro Galipán. Tras pasar la Puerta de Caracas, descansaba en la Plaza de La Pastora para reponer fuerzas y con suerte vender sus flores más exclusivas a viejas familias de alcurnia capitalina.

Atraída por la calidad, y el color, de hortensias celeste y lirios de intenso añil, Doña Francisca Guruceaga, viuda de Graterón, se acerca a Antonio Pacheco. Bajo su gastado sombrero de felpa, cabello blanquecino y piel curtida por una vida de trabajo a la intemperie, Doña Francisca, “Panchita”, descubre el azul sereno de la mirada del floricultor: “Si quiere, de regreso, pase por la casa de la trinitaria. Allá se toma un buen consomé para seguir su camino”.

El montañés aceptó y, gustosa, Panchita lo recibió. En esa casa tan antigua como los orígenes de la ciudad, Antonio Pacheco disfrutó de la vitrola, el foxtrot y el charlestón. A pesar de su viudez, Panchita mantenía el ánimo chispeante y con amena conversación paseaba a Antonio Pacheco por nuevas rutas del conocimiento. Antes de vivir entre gruesas paredes, había recorrido el llamado viejo mundo donde se había contagiado con la afición por el progreso, también cierta inclinación hacia costumbres que habrían podido considerarse dilatadas en aquella aún aldeana “ciudad de techos rojos”, sumida en la dictadura gomecista.

Con sus hijos temperando en Macuto, a Panchita poco le importaban la murmuraciones que pudiera suscitar el que una dama de sociedad recibiera, sin mayor compañía, a un desconocido y, además, de diferente condición. Porque a pesar de que muchos decían conocer a Antonio Pacheco y que ya era costumbre asociar su llegada a Caracas con los días fríos de fin de año y con la Navidad, era muy poco lo que se sabía de él. La gente se preguntaba: “¿De qué tanto pueden hablar una dama tan viajada y ese campesino?”.

A Pacheco tampoco parecían importarle mucho los comentarios. Aunque retraído, tal vez un poco ermitaño, sus visitas a Doña Panchita le resultaban pura ganancia: ella le compraba sus mejores flores, para ofrecérselas a la Divina Pastora, decorar la casa y, sobre todo, retratarlas: ya fuera con un aparato frente al cual permanecían hasta que ella dijera “listo” o, mediante algo que a Pacheco le gustaba: acuarelas en las que la mano grácil y el pulso entrenado de Panchita lograban reproducir la transparencia de los pétalos cerúleos de las hortensias y los elegantes embudos que formaban el lirio azul o, como les decía Panchita, Agapanthus africanus, sus favoritas.

II

Otra de las ganancias de visitar a Doña Panchita era la buena mesa y las delicadas costumbres asociadas al paladar: cubiertos art déco con mangos de cuerno bovino o un coco chocolatero tallado y esgrafiado con una Venus y dos amorcillos, engastado en plata colonial, herencia del linaje mantuano de Doña Panchita. Eran objetos hechos de sencillo material que, transformados en refinado diseño, seducían al hombre de montaña. Acostumbrado a abundantes porciones servidas en rústicos enseres lejos del refinamiento de la porcelana, Pacheco terminó por apreciar los diminutos platos que servían para lo que Panchita llamaba petits canapés: pequeños manjares salados que estimulaban el apetito y antecedían alimentos más copiosos o que, en profusión, acompañaban vinos o licores para pasar las horas en placentera tertulia y otras distracciones.

―En esta ciudad no hay flores azules, algunas crecen de manera natural pero, cortadas, no sobreviven: las petunias se marchitan irremediablemente, otras solo pueden ser apreciadas en su hábitat silvestre. Las únicas que duran son las que bajas del cielo para mí. En esta ciudad no hay flores azules… ―repetía Doña Panchita, pirueteando sobre patines en el corredor.

De regreso a Galipán, con la ropa limpia y las bestias cargadas de pertrechos escasos en la montaña, Pacheco se ensoñaba con todo lo aprendido y disfrutado. A pesar de sus años, unos 45 tal vez, Panchita mantenía la elasticidad y la gracia de una cabrita, de esas que hay que perseguir por los montes pero que, una vez atrapadas, son tan dóciles que enternecen el alma. Es probable que ella ni siquiera imaginara que Pacheco la recordaba más como una cabrita desobediente que como una irresistible Mata Hari. En todo caso, ambos parecían muy satisfechos el uno del otro y así prolongaron su relación durante varias Navidades, tal vez unas cinco, hasta que Panchita anunció que estaba embarazada.

―¿Pero cómo mujer? Si somos ya tan mayores… no puedo darle mi apellido a ese niño y tú eres viuda con hijos grandes.
―Yo me encargo ―dijo Panchita, y se fue a temperar a la hacienda de los Valles de Aragua donde a mediados de septiembre dio a luz a un varón.

Regresó a la ciudad, “hastiada de tanto campo”, y a los días su criada de confianza dejó en la puerta de la casona un moisés con el bebé. Panchita fingió no conocerlo y recogerlo por compasión. Cuando su hijo mayor insistía en que había que entregarlo a un orfanato ella respondía:
―¿Cómo se te ocurre José Ricardo? ¿No ves lo lindo que es? Tiene los ojos azules, como agapantos del Nilo.

El niño, al que le fue dado el nombre de Antonio, creció como uno más de la familia. Cuando cumplió cinco años, José Ricardo aceptó adoptarlo y darle la mejor educación. Así, a los 22, Antonio Graterón Guruceaga se graduó con honores en la Facultad de Ciencias Naturales y partió hacia Francia a formarse como “nariz” en la industria de la perfumería. Se destacaba por una gran memoria olfativa, capacidad de detectar esencias y lograr sorprendentes combinaciones.

Poco antes de extinguirse en su cuarto de la casa de La Pastora, Panchita escribió una carta donde le revelaba a Antonio la verdad acerca de sus orígenes. Este, de cuarenta años, subió a Galipán para indagar acerca de su padre pero hacía mucho tiempo que nadie sabía de él. En el Mercado de las flores de San José tampoco obtuvo respuesta.

Corría la década del setenta. En el “Qué hubo Pacheco…”, poema de su recientemente publicado Humor y Amor, Aquiles Nazoa le reclamaba al mítico personaje no haber bajado en noviembre a anunciar la llegada del frío caraqueño.

III

Al buscar flores para la tumba de su abuela −ahora su madre− un desconsolado Antonio recurrió a un florista que prometió conseguirle agapantos y hortensias azules.
―Mientras tanto, si gusta, puede llevar estas… Margaritas blue o Panchitas ―dijo el vendedor ante un tobo repleto de margaritas con pétalos azules.
―No gracias ―respondió Antonio desdeñando la oferta.
―Si supiera que gustan mucho ―insistía el florista señalando repetidos recipientes con las mismas margaritas en otros puestos―. Las empezó a traer aquel famoso Pacheco de Galipán. Como se vendían bien, muchos las copiaron; lo del nombre no sabría decirle…

Pero Antonio sí lo sabía. Revuelto, pensó que Pacheco era más tosco de lo que él imaginaba: “¿A quién se le ocurre? Las flores deben ser de su color natural o del resultado de cruces entre especies, pero eso de envenenarlas con colorante para que adopten otro color es una aberración. Nadie que ame las flores puede hacer algo así”.

Con el tiempo Antonio entendió, o trató de entender, que a través de esa sencilla flor teñida de azul, tal vez Pacheco había querido rendirle homenaje a Doña Francisca, la Panchita de su corazón. Hurgando en lejanos recuerdos de su primera infancia, creyó ver a un anciano trasplantar lirios azules en el solar de la casa de La Pastora: “Son las flores del amor”. Era Navidad, el hombre le regaló un animal tallado en madera. Emanaba una mezcla de tierra, niebla, hierba, margaritas y duraznos que Antonio repetiría en una exitosa fragancia. Nunca más lo vio. En la carta que le dejó, su madre mencionaba una pintura de Claude Monet: “es importante ir a verla”.

Diciembre de 2018. Han pasado muchos años y Antonio Graterón Guruceaga, de 88 años de edad, se encuentra en la Plaza Bolívar de Caracas. Espera “La llegada de Pacheco” en una puesta en escena del oficialismo según la cual Pacheco es un hombre iluminado que baja de la montaña cargado de flores −entre ellas las odiosas margaritas azul turquesa− y caramelos que reparte entre los incautos con mensajes de paz, amor y una que otra arenga populista.

Escéptico, Antonio se abstrae. Es cierto que Pacheco ahora tarda en bajar a Caracas y que las brumas decembrinas de su infancia nada tienen que en común con los actuales bochornos. ¿Pero acaso eso justifica tanta falta de pudor en el vestir? Hombres en guardacamisa, mujeres con blusas que apenas cubren sus carnes… Suspira recordando aquella época en que “había que ponerse saco para atravesar la Plaza Bolívar” y en la que el peculiar vaho de mastranto y capín melao, proveniente de las estribaciones del Ávila* cercanas a La Pastora, se mezclaba con el perfume dulzón de Doña Panchita. En esa espiral olfativa se traslada al Museo Marmottan, en París, el día en que descubrió Nenúfares y agapantos.

Desde ese entonces, Antonio procuró llevar su vida aún más cerca de la creación. Así como sus padres, quienes recrearon a su manera aquella pintura en la que lirios agapantos parecen inclinarse en graciosa reverencia ante sonrientes nenúfares que flotan en el estanque, “…porque vienes del loto y de las flores de agapanto”, escribió Panchita en su reveladora misiva.

 



Denise Armitano Cárdenas

Fotografía de portada: Flores de agapanto, por Denise Armitano C.
Fotografías: 4. Coco chocolatero, Luis Chacín para IAM – 6.  Margaritas blue, Denise Armitano C.
Imágenes y fotografías de ilustración: 1. Floricultor de Galipán, imagen documental, anónima 2. Finca Natalia, Galipán. 3. Manuel Cabré: Tejados de la vieja Caracas y el Ávila (1933), colección particular 5. Patinadoras en El Paraíso, Caracas, c. 1920 -1930, Archivo Caracas en retrospectiva 7. Luis López caracterizando a Pacheco, AVN (2015) 8. Claude Monet: Nenúfares y agapantos (1914), Museo Marmottan, París, Francia. 

* Caracas la ciudad que no vuelve de Guillermo José Schael, 4a edición, 1985.

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4 comentarios en «Flores de Agapanto»

  1. Hermoso, fascinante. Llamado a recordar Caracas de antaño. Hoy viendo cómo hacen un mercado dentro de la Casa Natal del libertador. Recordé lo de no andar en guardacamisa en la calle como obligación de mis abuelos.

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