Mi padre solía contar que, de pequeño, se le cayó una moneda dentro de una moldura de metal, sobrepuesta al portón de la iglesia de su parroquia, San Zeno, allá en Verona, y que la condenada se había escondido tan, pero tan bien, que todos sus esfuerzos para recuperarla –hay que entender la importancia de una moneda, cuando se es pequeño y pobre– fueron inútiles.
Alguna vez fui a Verona, y visité la iglesia. Por supuesto, examiné con detenimiento la puerta y su recubrimiento de metal, compuesto por decenas de paneles de bronce que representan momentos de la vida de San Zeno (octavo obispo de Verona, originario de Mauritania), tratando de adivinar el escondite de la pieza; por supuesto, no tuve éxito. Pero eso no me desanimó. Todavía hoy, cuando han pasado unos noventa años desde el hecho original, tengo la convicción de que esa moneda sigue allí. Para todos los efectos, forma parte de la herencia que me dejó mi padre, custodiada nada menos que por el patrono africano de la ciudad. Ínfima, en el plano material; en el afectivo, invaluable. Aunque nunca la veré en mi vida, la fe en su existencia es una certeza que me acompaña.
Mirco Ferri
Imagen de portada construida a partir de fotografías disponibles en domuspucelae.blogspot.com