La rosa predilecta

Me has educado para ser luz de la Hélade, y no me apena morir.
Eurípides, Ifigenia en Áulide, vv. 1500-1510

 El mayor crimen está ahora, no en los que matan,
sino en los que no matan pero dejan matar.
José Ortega y Gasset (1883 – 1957)

I

 

Numerosos hechos de sangre quedan sepultados bajo espesas capas de silencio y olvido, casos nunca esclarecidos, en los que no se hará justicia, al menos la terrenal.

Dora tenía diecisiete años. Era la mayor de cuatro hermanas caraqueñas, la más bella también. De figura esbelta, sus ojos verdes y piel blanca resplandecían junto a una abundante cabellera de reflejos cobrizos recién cortada à la garçon, según los figurines que veía en casa de Magdalena A., su vecina, y a la manera de la célebre tenista francesa Suzanne Lenglen que Dora buscaba emular en las canchas y en su original modo de vestir.

Aparte de Magdalena, Dora no tenía muchas amigas y aunque le llevaba dos y cuatro años a sus hermanas Luisa y Florencia, era a Ligia, la menor a quien la unía una mayor complicidad. Le decía “mi muñequita linda” y disfrutaba leerle cuentos, bordar flores, coserle encajes a sus vestidos, rizarle el cabello en tirabuzones con hierros calientes y hacerle sofisticados peinados adornados con lazos y cintas de seda que ambas escogían en la mercería de su padre ubicada cerca del Pasaje Capitolio.

Mientras sus hermanas asistían a clases de piano o de dibujo por las tardes, Dora ayudaba a su padre con la contabilidad en la mercería. A eso de las cuatro pedía permiso e iba a merendar con Ligia o asistía al cinematógrafo en el Teatro Principal ―o en el Pimentel― con Magdalena y su hermano mayor, Ramonsito A. Luego tomaban chocolate en el elegante salón La India. Allí, además del tradicional “Salón de Señoras” separado del “Salón de Caballeros”, recientemente había inaugurado un “Salón de Jóvenes” que propiciaba el intercambio social entre la juventud de ambos sexos, hecho bastante novedoso reflejo de tiempos cambiantes.

Ramonsito, quien se destacaba jugando al tenis en diversos clubes de la capital, hacía gala de modales finos y trato caballeroso. Pronto comenzó a cortejar a Dora. Le enviaba flores y bombones, pero aún no había visitado a sus padres a fin de formalizar sus (buenas) intenciones.

Dora no parecía preocupada, tan segura estaba del incipiente afecto del joven respaldado por la benevolencia y amistad que le profesaban Magdalena y su familia. En efecto, la trataban con gentileza y consideraciones, especulando incluso acerca de invitarla a Madrid y luego a París al momento del Roland Garros, claro está, si los padres de la muchacha accedían. Dora soñaba con escuchar la guitarra interpretada por manos gitanas, con alegres zarzuelas, con ver a los grandes del tenis y pasear por el Sena. Le seducía la idea de una vida mundana lejos de la severidad de su hogar.

Pero antes de conocer Madrid ‒o París‒ Dora se divertía en las fiestas y eventos sociales de los clubes donde Ramonsito y ella practicaban tenis, pasaba días de campo con él, Magdalena y otros amigos en Los Chorros y hasta había navegado durante un largo paseo en la Laguna de Catia. Allí, Ramonsito se había quitado chaqueta y camisa para remar con mayor comodidad mientras le lanzaba besos, sonriéndole desde su gracioso bigote color carbón. Dora tocó la guitarra y entonó delicadas canciones, pero también otras más salerosas y picantes que quién sabe dónde había aprendido. Descansaron en un abrazo enamorado a orillas de la laguna y terminaron todos bailando y bebiendo hasta la madrugada en el bar La pulmonía, envueltos en las brisas y la neblina que bajaban desde El Junquito.

Al día siguiente su padre le reprochó haber llegado tan tarde y le advirtió acerca de los peligros fuera de casa, sobre todo los que acechaban a las señoritas, y lo importante que era conservar la virtud:

―Te permito practicar deportes de hombres, vestirte como quieres con esas prendas que no son ni falda ni pantalón, ser original, leer toda clase de libros, gozar de libertades como casi ninguna muchacha de tu edad… pero al perder la virtud pierdes todo.

 

II

Para conciliar y tranquilizarlo, Dora dispuso las flores predilectas de su padre ―rosas del jardín― en un jarrón de fino cristal azul añil que él conservaba en su estudio junto a otras piezas de arte… y un revólver de plata que había adquirido, no solo pensando en su seguridad personal, sino en su valor estético.

Semanas después, en el jardín, Dora sintió que el perfume de las flores le causaba un leve mareo, como si de pronto se hubiese tornado empalagoso y desagradable.

Fue entonces cuando Ramonsito le anunció sorpresivamente que se iría durante dos meses a las Bahamas: había obtenido una beca para recibir clases de tenis con un entrenador inglés. Pero se comprometió a que a su regreso hablaría con los padres de Dora acerca del viaje a Europa. Acompañó su despedida con una pequeña caja de bombones, envuelta en papel de seda y cerrada con un lazo azul. Corría el mes de enero de 1936.

En cuanto a Magdalena, estaba muy ocupada con unas primas recién llegadas del exterior, ya que la reciente muerte de Juan Vicente Gómez propiciaba el regreso de los exiliados. Las veces que su amiga la había invitado al club, a las fiestas o al salón de chocolate, Dora se había encontrado indispuesta y con malestares. También estuvo irritable:

―Muchacha gafa, a ver si pones más cuidado, aprende a comer ―le reprochó a su hermana Ligia cuando la niña derramó un poco de helado sobre su falda.

Preocupados por la salud de su hija mayor, los padres de Dora llamaron al médico de cabecera. En privado, este le corroboró a la paciente lo que su intolerancia a ciertos olores, sus cambios de ánimo, los constantes malestares y sobre todo la ausencia de menstruación anunciaban: estaba embarazada, de unas seis semanas. Dora le suplicó que no les dijera nada a sus padres, asegurándole que ella misma lo haría pronto, en un momento más oportuno.

Las cartas de Ramonsito se habían tornado breves y escasas. Claro está que las habilidades del muchacho se orientaban más hacia los hechos y el deporte que hacia la escritura, pero Dora se sentía abandonada, angustiada por su futuro. Con los ojos llorosos, decidió revelarle a su padre la situación:

―Padre, ayúdame, no sé qué hacer.

El padre permaneció en silencio. Esa misma semana buscó coincidir con Don Alfonso A. en el Club Florida. Este lo escuchó con cortesía pero, aún sin saber del embarazo de Dora, fue firme al decir que una posible unión entre ella y su hijo por ahora no contaría con su anuencia ya que Ramonsito no tenía planes de casarse en lo inmediato:

―Usted comprenderá que eso truncaría su prometedora carrera de tenista que tanto esfuerzo me ha costado.

Abrumado, el padre de Dora recorrió durante horas la ciudad que cada día se extendía fuera de sus antiguos límites. Se detuvo en la Iglesia donde se había casado dieciocho años atrás. Buscaba paz y respuestas, pero lo más probable es que solo escuchara el lamento de su orgullo quebrado. Una vez en casa, habló con Dora en su estudio:

―Tú ya no tienes cabida en esta familia ni en esta sociedad. ¿Por qué no supiste guardarte, ni darte tu lugar? ―preguntó con amargura y, entregándole el revólver que había comprado para defender su casa, su esposa e hijas, le dijo en un susurro― Ya sabes lo que tienes que hacer.

Al día siguiente, Dora dispone nuevas rosas en el jarrón de cristal azul. Toma el revólver de plata y se dispara con precisión en la sien. Lo hace en el jardín, al lado del rosal, mientras su familia asiste a la misa.

Tras no dejar ―o aparecer― una nota de suicido, se especula que el hecho de sangre se debió a un accidente.

 

III

El luto que embargó a la familia de Dora fue profundo y doloroso. Pero eventualmente fue menguando, quizás atenuado por el hecho de que la muerte de la joven había sido un desafortunado accidente. Al menos eso creyeron sus hermanas y el resto de la sociedad. Todos salvo el padre, la madre y Ligia.

Ocho meses más tarde Ligia cumplió once años. Animada por la nostalgia, movió la biblioteca de su cuarto y en un pequeño hueco en la pared donde Dora solía dejarle tarjetas, golosinas y otros pequeños regalos que la niña jugaba a buscar como tesoros en cada cumpleaños o Navidades, encontró un papel doblado, amarrado con una cinta azul. Parecía ser la misma de la caja de bombones que Ramonsito le había dado a su hermana antes de partir.

Era una carta manuscrita y firmada con sus iniciales: “…ya no tengo lugar en este mundo y padre sabe lo que es mejor para mí. Por favor no les digas nada a nuestras hermanas, ni a Magdalena, mucho menos a Ramonsito. No quiero que él cargue con la culpa. Entrégale la cinta azul junto al anillo que me regaló durante el paseo en la laguna, porque aunque dijo que no era nada especial, significaba que así éramos felices. A ti, amada hermana, mi muñequita linda, te dejo mi medalla de bautizo para que te acompañe siempre. Sólo tú entenderás que esto lo decidí porque así estaría a salvo, y ustedes también, de la vergüenza que propiciaron mis actos. Sólo tú lo sabrás porque eres inteligente y comprensiva. Perdóname y perdona también a nuestro padre. Recibe todo mi amor, DMD.”.

Fue así como Ligia supo que para continuar con una vida alejada del escándalo, su padre había sacrificado a su primogénita ‒rosa predilecta de su jardín‒ a aquella sociedad pacata con resabio a oscurantismo. El tiempo la llevaría a resignarse y perdonar. La ciudad siguió creciendo, arrastrando en su expansión viejos rencores y tristezas que se heredan como un peso inconsciente en el corazón.

 



Denise Armitano Cárdenas

Imagen de portada: Nicole Pletts, Flowers – www.nicoleplettsfineart.com@nicolepletts
Imágenes y fotografías de ilustración: Fotografías documentales 1, 2,3 y 4 extraídas de http://mariafsigillo.blogspot.com/ y de La historia del tenis en Chile por Mario Cavalla (2006). Pintura 1: Hugh Goldwin Rivière, Retrato de Rosalind Monica Wagner (1931). ilustración 2: Webster Murray, A Higher education (1926). Pinturas 3 y 6: Nicole Pletts, Flowers. Pintura 4: Johann Christian Von Mannlich, A Young woman fastening a letter to the neck of a pigeon  (c. 1760) 5: Detalle de un lienzo del siglo XVIII. 

 

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4 comentarios en «La rosa predilecta»

  1. Muy interesante historia de una tenista admiradora de Suzanne Lenglen . Que lástima que la sociedad pacata de aquella época o el temor al padre la llevó a Dora a tomar tan drástica decisión. Quién sabe si su amigo le hubiera eventualmente propuesto matrimonio. Me gustó el relato y el que escribe es tenista también.

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  2. Abrumadora historia de los “mandatos ” o “lealtades familiares “que inexorablemente nos acompañan, al punto que una decisión inconcebible como el suicidio, es sugerida, aprobada, aceptada y asumida para no llevar a un clan familiar a la vergüenza… pareciera de siglos pasados y épocas remotas y cavernarias… pero inconscientemente qué díficil puede ser pretender ser distinto en cualquier instancia del tiempo…
    Preciosas líneas Denise…!
    Gracias

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