Los pecados de la capilla

Al Oeste de la urbanización El Silencio en Caracas, existe un terreno inmenso, dotado de fértiles jardinerías, monumentos, plazas y senderos floridos. El proyecto fue elaborado durante la primera presidencia del general Antonio Guzmán Blanco. El “Ilustre Americano” encomendó a paisajistas franceses, bajo la supervisión del arquitecto e ingeniero Luciano Urdaneta, que diseñasen un lugar de esparcimiento para los habitantes de la capital. Un parque adornado por arboles, arbustos, palmas y flores, que sembraron especialistas en botánica como los señores Carlos Madriz, Andrés de la Morena y José Antonio Mosquera.

La obra fue inaugurada a finales de su segundo gobierno, el día 6 de abril de 1883, para ser precisos. El espacio se convirtió entonces en sitio ideal para escapar de las vicisitudes de la ciudad como los ecos de los cascos de las bestias transitando por las calles, pregones de vendedores de fruta y verdura, el griterío de los ebrios dentro de las tabernas, así como las conversaciones indiscretas del comadreo en la Plaza Bolívar. Semejante bullicio era capaz de atormentar a cualquiera. Por eso resultó agradable aquello de poder huir de la cotidianidad por un rato, para poder contemplarla desde lejos, en el tope de una colina.

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El general Joaquín Crespo decidió continuar la obra de su antecesor sumándole otros toques de belleza al jardín. Citó al arquitecto Juan Hurtado Manrique para explicarle que deseaba construir una capilla en la cima del cerro. El llanero, siempre campechano, le manifestó que debía ser al estilo gótico, como le gustaba a su compadre Antonio, parecida, pero no tanto, a la grandota en París. Algo más chiquito, por supuesto. Con unas pocas torrecitas y no más, así sería suficiente. Ningún mamotreto. El proyectista tomó su libreta y trazó un par de planos improvisados que dejaron satisfecho al presidente.

La capilla de Nuestra Señora de Lourdes fue construida en 1884, y al año siguiente abrió sus puertas para oficiar misas. La belleza de la construcción, cercada por un frondoso e inmenso vergel, deleitó de inmediato a los caraqueños. Desde su entrada se observa el valle a sus pies adornando las faldas del Ávila. Por ello no tardó en hablarse de la ermita como sitio ideal para celebrar matrimonios. Un escenario precioso, digno de una boda inolvidable.

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El padre Anselmo, que decía encontrar su fe en los salmos, era un personaje respetado y venerado por la comunidad, hombre muy querido por su rebaño de fieles. A nadie le extrañó cuando fue seleccionado por la arquidiócesis para desempeñar el puesto de párroco de aquel oratorio. Quienes lo conocieron jamás imaginaron que un hombre casto, puro, y dedicado a la sagrada labor del señor, se dejaría llevar por la tentación, permitiendo sus demonios lo arrastraran por el camino de la perdición, convirtiendo su vida en un mismísimo infierno.

Se enamoró cuando la vio entrar a la iglesia un domingo de resurrección. Su belleza lo cautivó a primera vista, le resultó difícil quitarle los ojos de encima, recorriendo cada línea y centímetro de su cuerpo con la mirada mientras caminaba por el pasillo, hasta tomar asiento. Al leer el evangelio, predicó directamente a ella los versos de Juan 20, 1-9, desapareciendo en su mente al resto de los feligreses en el santuario. Un parpadeo de la jovencita le hizo perder el hilo de sus pensamientos al terminar la lectura. Tuvo que respirar profundo, juntar las palmas y llevárselas a la cara en gesto de oración, tan solo para recordarse que tocaba rezar el salmo responsorial.

Esa tarde se inspiró. En vez de leer el discurso preparado, dio rienda suelta a la felicidad que lo invadió aquella fecha, pronunciando la que pensó ser la mejor homilía de su carrera pastoral. Habló sobre una nueva existencia, algo de abandonar la oscuridad de la tumba para dejarse iluminar por la luz del sol, el astro que reinaba en lo alto del firmamento.

Al igual que el sol es vital para la tierra y la vida natural, Jesús alumbra la humanidad, disipando tinieblas. Su amor jamás se apaga por ser eterno. Dio su vida por nosotros. El Cristo resucitado es prueba que la vida existe después de la muerte y las almas son perpetuas. El discurso fue tan bonito que despertó el entusiasmo de la damisela, quien, al finalizar la misa, solicitó a su madre que la presentara con el sacerdote para que les diera la bendición.

Anselmo sintió mariposas revolotear en su estómago cuando se acercaron a saludarlo, pensando tal vez se había excedido en el contacto visual. Al no saber sus nombres, apresuró a introducirse con el suyo, saludándolas con un cortés “mucho gusto”. El gesto logró su objetivo, pues acto seguido reveló la señora el suyo, acompañado del apellido, ejemplo que siguió la hija. El de la primera entró por un oído y salió por el otro, pero el de la jovencita se le quedó grabado en la mente con tinta indeleble. Al escucharlo de sus labios, proferido por ese tono dulce de voz, sintió la gracia de Dios tocar su espíritu.

Se llamaba María Dolores, nombre de Virgen, la Virgen de la Amargura, Virgen de la Piedad, Virgen de las Angustias, la Dolorosa. Madre mía santísima, debe haber pensado el pobre sacerdote, mientras respiraba su perfume, que le recordó al aroma de las rosas en los entierros.

Conocer a esa muchacha lo perturbó. Esa noche le costó dormir, atormentado por la lujuria que lo asedió al segundo que dijo haber quedado maravillada por su carisma y las palabras pronunciadas durante el sermón. Se halló presa de sus deseos carnales, pensando en lo cerca que se sintió del cielo al verla, en el mismísimo paraíso al escucharla. El enemigo malo lo tentó durante horas con rigidez corporal e inquietud. Tuvo que rezar más de un rosario para evitar complacerse a si mismo, hasta que la plegaria alivió la tensión y por fin pudo descansar un rato antes que cantaran los gallos. 

El lunes se le hizo más largo que de costumbre, la semana interminable. Por más que intentó concentrarse en sus quehaceres diarios cualquier tarea le resultaba engorrosa. Quedó hechizado por la reminiscencia de una sonrisa, larga cabellera azabache y el brillo de sus ojos verdes. No podía dejar de recordar a María Dolores o deshacerse de aquellos pensamientos impuros que lo fustigaban durante las horas de soledad en el catre.

Solo pudo el padre conciliar la paz tomando pluma y papel para redactar el panegírico del domingo siguiente, esmerándose por que su reflexión sobre las sagradas lecturas trepase un escalafón al sentimiento demostrado en la alocución de aquella pascua. Retomada la serenidad habitual, solicitó en sus oraciones no verla otra vez, aunque nada le apetecía más que topársela en el mundo de sus sueños, para decirle lo hermosa que era, lo mucho que le provocaba tomarla entre sus brazos, besarla y hacerla suya.

Llegó el fin de semana y al séptimo día pudo percatarse que Dios se había hecho el sordo ante sus plegarias. Esa tarde, un poco más temprano que la semana anterior, apareció la señora acompañada de María Dolores, la culpable de sus tentaciones. Tomaron asiento en la primera banca, justo frente al altar.

El episodio resultó agridulce, pues a su corazón le tocó debatirse entre el éxtasis que le produjo tenerla cerca una vez más para admirar su belleza, deleitando de nuevo su nariz con esa esencia floral que lo enloquecía y la amargura de saber que jamás podría manifestarle el afecto que sentía o cortejarla, menos desposarla. Se ruborizó al percatarse que la presencia de aquella hembra en la iglesia lo enajenaba, despertando su instinto animal.

Una vez culminada la misa, tal como acostumbraba, despidió a los feligreses que se reunieron a charlar en la entrada del templo. Su corazón acelerado casi estalla fogoso al tener que saludarla con una simple inclinación de la cabeza. Así le tocó hacer desde ese entonces en adelante, sufriendo el suplicio de verla todos los domingos, sentada con su cara de ángel frente a él, para luego eludirla, fingiendo apuro por tener que hacer otra cosa o estar en otro lado.

El personaje una vez desenvuelto y encantador se fue convirtiendo en un ser taciturno y huraño, pues nada nos vuelve tan solitarios como nuestros secretos. Al cabo de un año, llegó a pensar que Dios lo probaba, obligándolo a encadenar sus más tiernos impulsos, comunes a todo hombre, pero prohibidos al clérigo. Sus mejillas bermejas delataban que, más pronto que tarde, podía desenlazarse una pasión capaz de mancillar sus convicciones, arruinando el trabajo labrado a punta de sacrificios. Todo por enamorarse de una mujer con la que solo había hablado una vez en su vida.

El primer domingo que ella acudió a misa sin su acompañante hablaron por segunda vez. El padre Anselmo intentó evitarla a toda costa, alegando que debía ocuparse de las confesiones. María Dolores insistió, deseaba unos minutos de su tiempo para realizar una consulta. En un intento desesperado por alejarla explicó tendría que aguardar su turno en la cola del confesionario, con la mala suerte que nadie lo esperaba afuera de la cabina para recibir el sacramento de la penitencia. Ella sonrió pícara, diciendo que entonces sería la primera en confesarse, mientras le dirigía una mirada a los últimos fieles abandonando el templo.

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El padre abrió la rendija, pronunciando el “En nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo” para dar inicio al ritual. Ella, luego de un amén, procedió a contarle lo que no estaba listo para escuchar. Tenía un pretendiente que la endulzaba proponiéndole pedir su mano. Le había prometido casarse un par de veces cuando dejó que le besara las manos, brazos y hombros. La última vez posó los labios sobre su cuello y sintió un cosquilleo que le recorrió la espalda, desde la nuca hasta la cintura, especie de escalofrío que al segundo le hizo hervir las entrañas.

Quiso detenerla para que lo privara de detalles, pero luego de aclarar la garganta para interrumpirla, la curiosidad venció su voluntad y solicitó continuase el relato. Ella se acercó para susurrarle, su aliento empañándole el rostro, así como el juicio, que deseaba contraer matrimonio con su novio antes de cometer una tontería. El comentario le arrancó un pedazo del alma sin piedad, dejándolo devastado, aunque respondió en tono disfrazado de júbilo que los casaría con todo el gusto del mundo:

“Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”.

 Cerró la ventanilla y salió del confesionario, evidentemente atribulado. Intentó sonreír, pero fue incapaz por ley de gravedad. Con rostro serio, se le acercó a María Dolores y con un ademán la invitó a continuar la charla en el pasillo. Indagó por el nombre, edad y profesión del pretendiente, así como cuánto tiempo tenía cortejándola. Cualquier fulano y patiquín, pensó irritado. Dando por sentado que su Dulcinea cometía un error al comprometerse tan jovencita, le preguntó si realmente estaba enamorada, ya que eso del matrimonio era cosa seria, una decisión que no debía tomarse a la ligera.

Además, lo acababa de conocer. ¿Realmente lo amaba? ¿Estaba lista para entregarse? ¿Ser fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad? ¿Hasta que la muerte los separe?

El silencio fue sepulcral, revelándole que la interpelación la puso a dudar. Entonces la invitó a sentarse en una de las bancas, tomó su mano y le preguntó si conocía a cabalidad los deberes conyugales que debía cumplir durante la primera noche. Ella, tímida, negó con la cabeza, para luego admitir que eso era lo que le daba más miedo del matrimonio.

Conmovido, intentó tranquilizarla. Era normal estar asustada. Lo importante era cerciorarse que su pareja fuese un hombre de fe y valores, alguien que la hiciese sentir especial al hablarle, que la mirara con ojos como si no existiese otra persona en el mundo. María Dolores admitió que tal vez no estaba lista para casarse y debía esperar. Agradeciendo su gentileza al enfrentarla con la realidad y brindarle sabio consejo, le besó la mano, sin saber que el gesto, escoltado por una frase, acarrearía consecuencias de alto rango: “Ojalá todos los hombres fuesen tan buenos como usted”.

 El roce de los labios sobre su piel ensombreció su prudencia y sensatez. El comentario fue la gota que derramó el cáliz del ímpetu. Viéndose poseído por un monstruo interno, fuera de sus cabales, le devolvió el beso en la mano, se la apretó y no pudo detenerse, dándole dos de más, uno en la muñeca, el otro en el antebrazo. El espasmo que le causó a la dama el repentino arrebato le hizo inclinarse al intentar alejarse, acercando su cuello a la boca del cura, que no desperdició la oportunidad de pasarle la lengua, sediento por degustar ese bálsamo de rosas.

Jamás un hombre se había atrevido a tanto con ella, pero el hormigueo que la estremeció por dentro le prometió algo divino en lo prohibido, llevándola hasta el extremo de dejarse arrebatar por la delicia del momento, buscando que por fin la besara en los labios, acto que terminó por desatar las pasiones. La vehemencia con que se besaron y abrazaron haría pensar a cualquiera que ambos habían llevado vida de inmaculados. Exploraron sus cuerpos al tacto de caricias hasta llegar a la cintura, desde donde comenzaron a recorrer terrenos desconocidos, deleitándose con el relieve de nuevos horizontes. Ella quiso detenerse, decía que no, pero permaneció aferrada sin soltarlo.

En el arrojo del instante, rasgaron sus ropas, se tendieron frente al altar y se revolcaron, ardiendo en las brasas del pecado, entre gemidos placenteros, con las estatuillas de Jesucristo, la Virgen y todos los santos como testigos, hasta el éxtasis abrupto de sus impulsos.

Al segundo de su orgasmo, el padre Anselmo sintió que parte de su ser le abandonaba el cuerpo, apretando tan fuerte las manos de María Dolores contra el piso que le dejó moretones. Cayó agotado, respirando hondo, pero al segundo lo abordó un sentimiento irredimible de culpa por el error cometido. Al darse cuenta que ella estaba llorando, se sintió sucio, culpable por haberle robado su inocencia. La ayudó a levantarse, sacudiéndose la mugre del piso que se les había pegado en las espaldas, buscando trapo para limpiar sus derrames.

El padre Anselmo, todavía jadeante y medio desnudo, se supo condenado al averno sin pasar por el purgatorio al ver como lo juzgaban las miradas de las estatuillas, los ojos tristes de la virgen, el rostro sangriento de Jesucristo. María Dolores permaneció en silencio, como si con la virginidad también hubiese perdido la voz. A él le costó hablar o verla a los ojos. Secuestrados por el pudor y la vergüenza, así como sus conciencias empañadas, insistieron que más nunca debían hablar sobre lo sucedido, ni siquiera se despidieron y esa fue la última vez que se vieron.

La madre de María Dolores descubrió lo sucedido apenas llegó a la casa. Estaba distraída, despeinada, le faltaban un par de botones del vestido y caminaba distinto. Las manchas en su ropa interior le confirmaron el peor de sus temores, supo en el acto que había estado con un hombre y estalló en llanto desconsolado, antes de darle unos correazos por furcia, queriendo saber quién era el desgraciado. La joven aguantó la zurra, intentando esconder la identidad de su amante, pero por vía del dolor terminó revelando que había sido el padre Anselmo. El horror de la señora fue tal que fue víctima de un soponcio.

Lo peor es que la doña no fue la primera en enterarse del escándalo. Los gemidos de la muchacha hicieron eco en las afueras de la iglesia, llamando la atención de un curioso que pudo ver lo sucedido al asomarse por una de las ventanas. El lunes por la mañana comenzó a rodar por Caracas el chisme de lo sucedido en el templo de Nuestra Señora de Lourdes.

De María Dolores no se supo más. Sus padres, humillados por la transgresión imperdonable de la joven, la echaron de la casa para embarcarla al exilio y la encerraron de por vida en un convento, pidiendo el resto de sus días perdón por tentar a un hombre de sotana.

En cuanto al presbítero, azotado por la culpa, atormentado por la transgresión y consecuencias de sus actos, tomó una decisión. A los pocos días que se destapó la verdad, amparado por la oscuridad, subió a la iglesia, prendió las velas y ofició una misa en solitario, bendijo el pan y vino para recibir la eucaristía. Luego procedió, con suma solemnidad, a montarse sobre el altar, amarrar un mecate de una viga, enlazarse por el cuello, apretar el nudo y saltar del mesón.

Su cadáver fue encontrado al día siguiente colgando frente al sagrario. Como decidió tomar su propia vida violando la voluntad de Dios, se le negó al suicida un velorio católico. Fue sepultado en una fosa común del Cementerio General del Sur, sin lápida o epitafio.

Lo cierto es que la iglesia todavía sigue en pie, adornando el tope del cerro El Calvario. Después de eso fue cerrada y más nunca abrió sus puertas. El día de hoy resulta un espectro de un pasado que ahora parece demasiado distante. El misterio que la rodea gracias a los eventos acontecidos en su interior hace más de un siglo le brinda un aspecto lúgubre, casi macabro.

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Hace relativamente poco le pasaron una capa de pintura a la fachada, pero sigue clausurada y en el abandono. Sus paredes se encuentran rayadas con obscenidades, garabatos y monigotes, los cristales de sus ventanas quebrados por pedradas e impactos de bala. Afuera hay cartones sobre los que duermen indigentes, desprendiendo hedores nauseabundos, pues dejan sus desechos escatológicos cerca del sitio, así como condones usados o huesos, dientes y plumas utilizados en rituales de brujería. Su interior polvoriento, muros desnudos de adornos, ya que los pillos han saqueado toda reliquia, tienen como único atavío el tejido de telarañas, atuendo que termina de darle al escenario un hálito de tragedia y horror.

Actualmente son los ancianos quienes recuerdan haber escuchado el relato durante su infancia por boca de sus abuelos. Algunos supersticiosos dicen que Nuestra Señora de Lourdes está maldita, que Dios jamás perdonó sirviese como escenario de la ofensa del presbítero y la moza. Según cuenta la leyenda, la soga con la que se ahorcó el padre sigue adentro de la iglesia, y por las noches se pueden oír los gemidos de la pareja, aunque la policía atribuya los sonidos a los vagabundos que practican sexo en sus adyacencias.

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Jimeno Hernández Droulers

Imagen de portada: Azalia Licón

5 comentarios en «Los pecados de la capilla»

  1. Estremecedor recuento, erótico dentro de lo sacrílego e intenso en el desencadenamiento de los eventos, sin ser vulgar ni profano es símbolo de los tiempos. Me obligo a repasar el juicio eclesiástico condenatorio del padre Montenegro en Choroni por el obispo Diez Madroñero asistido por el padre Mohedano y el escándalo con la mulata Maria Fabiana…

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  2. Que sabrosa historia,,y qué terrible destino el de aquellos que no le meten cabeza a sus tentaciones..( como si fuese tan fácil )…jajajaj
    Excelente lectura, ligerisima, muy buena, buenas fotos..sin desperdicio !
    Gracias !

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