Memorias de la montaña y de una bicicleta roja

A mi hermano

¿De qué modo un episodio aparentemente irrelevante de la niñez, se convierte en un conector de vida? Este es el relato de una sonrisa perdida, una mudanza, una bicicleta roja y un proyecto comercial exitoso que, quizás, nació de un inolvidable impacto infantil. No hay ninguna certeza. Pero cuando la sonrisa ya no está, vale la pena imaginarnos historias y contarlas.

Luis siempre fue ahorrativo. De su trabajo de adolescente con el frutero de la esquina, guardaba las monedas que el “viejo” le daba cada fin de semana por ayudarlo a bajar y subir los guacales de frutas al camión. Una mañana hacia la escuela, me sorprendió su economía de la moneda: de dos bolívares que nuestra mamá le había dado para la merienda escolar, sacó de su bolsillo un bolívar suelto y me lo dio. En mi mente infantil, yo no entendí cómo me daba una moneda y ¡él se quedaba con dos! De su dinámica capitalista y mi pobre experiencia monetaria, este misterio no lo entendí hasta mucho después.

La escuela no era su sitio. Recuerdo las peleas que constantemente mantenía con su maestra de sexto grado; la relación era de una enemistad casi personal que hacía imposible un acercamiento formativo normal. Un día, la maestra Fanny citó a mi mamá porque Luis estaba más rebelde que nunca. Había hecho un examen y reclamaba que las había respondido todas, ¡sólo que mal! Este episodio dejó en mi mamá una visita inminente al psicólogo y la desesperanza educativa de su primogénito, hecho que marcaría un alejamiento escolar que ambos compartirían con altos y bajos a lo largo de todo el bachillerato.

Nuestra manada estaba integrada por cinco. Los niños éramos el pilar frágil e invisible de un núcleo familiar quebrado, como muchos otros. Luis era ese adolescente que adolecía de todo. En silencio, compartimos nuestras batallas en la cotidianidad y, casi siempre, fueron mini guerras silentes. Crecimos consumiendo diarios familiares pasmosos y lentos y el adolescente mayor, el primogénito, fue el primero que mostró padecer de todo.

De su pelea con la vida, muchas veces me pregunté qué veía y cómo veía su entorno para hacer gala de tal rebeldía. Lanzo la memoria al recuerdo, y creo que el episodio que impactó en su comportamiento y que coincidiría con el paso de la niñez a esa pre-adolescencia, fue esa mudanza. Como un choque seco, de la noche a la mañana nuestra manada pasó del mundo rural de la montaña fresca, libre y de aire limpio, a una ciudad dormitorio ruidosa, con carros (¡no jeeps!), vecinos nuevos y la convivencia apretada en un apartamento tan pequeño. Ese tránsito violento, nos robó la sonrisa y nos cambió la vida para siempre.

En los años de tierna edad, Luis no peleaba con la vida. La vivía y disfrutaba. Entre metras, carritos de hierro en la tierra, su perro Joker, papagayos y la visita familiar a la casa de al lado, pasaban los diarios del día y éramos felices. La rebeldía llegó después de esa mudanza. La nostalgia siempre se asoma. Nuestra casa de montaña emanaba un clima cálido, acogedor y limpio. Recuerdo que siempre llegábamos a la escuela con los zapatos llenos de polvo y mi mamá y mis tías, que algunas veces nos llevaban, ya iban preparadas con un pañito húmedo para limpiar nuestros zapatos. Cuando pasamos al concreto frío del apartamento de dos habitaciones, mis recuerdos se oscurecen.

La mudanza nos arrancó del terruño. Fue en ese tránsito donde Luis perdió la niñez que le quedaba, y justo coincidió con ese cambio brusco de voz y cuerpo. Con los años, me fui interrogando sobre peleas interiores que marcaron nuestra relación en ese apartamento minúsculo. No tengo memorias de ese momento. Del ámbito familiar que compartimos ahora percibo que sólo tuvimos diferencias en formas de reacción a una convivencia. A su rebeldía, mi sumisión, a su violencia, mi silencio de observadora precoz. Esa barrera creó un abismo de incomunicación y nos hizo casi enemigos. A nuestro modo y a nuestro estilo, ambos acometimos batallas propias y ajenas contra nuestros padres y con nosotros mismos, peleas diarias difíciles de ganar.

En nuestra historia, compartimos un papá bebedor y cada miembro de nuestro núcleo familiar vivió esa experiencia a su modo. A Luis, por ser el mayor, quizás le tocó con mayor fuerza vivir la flaqueza de una figura paterna y sus reacciones fueron a la impotencia o al poco entendimiento de lo que pasaba.

Después de la mudanza, esa Navidad escribí una carta al Niño Jesús. En ella pedía una bicicleta roja y también que mi papá no bebiera esa noche. La carta era un ruego y, probablemente, el ruego de nuestra manada plasmado en una hoja de cuaderno con errores ortográficos de una niña de 10 años en cuarto grado de primaria. No supe hasta hace poco que a Luis le tocó ir con mi papá a buscar esa bicicleta. Justo en esta última Navidad, recordábamos ese día. Me contó que ese 23 de diciembre fueron al centro de la ciudad a Bicicletas Benotto a buscar mi preciada bicicleta roja. Ahora, rememoro su emotivo relato y lamento no haberle preguntado más. No indagué cómo se sintió al ir a buscar un juguete que no era para él porque, al fin y al cabo, también era un niño de 12 años, pre-adolescente y con el trauma del destierro, como yo, de su montaña. Tengo certeza de que ese episodio de la bicicleta lo acompañó toda su vida y marcaría, con los años, su proyecto comercial que sería de gran éxito.

Siempre creí que Luis me odiaba a mí y a mi bicicleta. Yo solía usarla en el estacionamiento del edificio porque no había otro lugar seguro. Un día lo vi, junto a su amigo gordo de 70 kilos, bajar con mi bicicleta por la cuesta de la calle principal. Con rabia infantil observé cómo dos adolescentes, ya en cuerpo de hombres, se balanceaban en mi bicicleta cuesta abajo y a toda velocidad. Así la fui perdiendo hasta que sucumbió al destino de muchos juguetes: cauchos desinflados, falta de mantenimiento y arrumada en la esquina del lavandero hasta que un día desapareció. Usé poco mi bicicleta roja, pero la memoria que dejó plasmada vale todo el oro del Perú…

Cuando Luis se casó, todos sentimos un alivio familiar. Mi mamá, porque pasaba el testigo a otra; ya no lo esperaría de madrugada en el balcón temerosa de que no llegara por algún accidente. Mi hermana menor, ganaba una habitación para ella sola y mi papá y yo, los silenciosos de la casa, ganábamos sosiego y tranquilidad porque no es fácil esperar con angustia todas las noches a que el mozalbete de la casa llegara. Creo que para todos la sensación fue la misma: después de largos años, Luis sentaba cabeza. Ese enlace matrimonial llevó implícito una sociedad comercial y el ramo al que se dedicaron fue el de las bicicletas. ¡Después de tantos años, la causalidad unía cabos en esa elección! Terco, constante y arriesgado en la economía, en poco tiempo Luis se convirtió en el mejor comerciante de bicicletas de la zona, negocio que mantuvo por más de 25 años.

Hará unos pocos años, una Navidad, Luis llegó a mi casa con una bicicleta azul adornada con un gran lazo rojo en el manubrio. Su sonrisa cómplice delataba la historia silente que había detrás. Pude entender su comunicación, modo y estilo de compartir nuestros recuerdos, únicos e irrepetibles. Son historias de hermanos que delinearon lo que fuimos y que, ahora, son las memorias de nuestro pasado familiar.


Dora Dávila Mendoza
Imágenes de los archivos familiares Dávila Herrera, Trujillo Rodríguez, Ramírez Mendoza y González Rodríguez

8 comentarios en «Memorias de la montaña y de una bicicleta roja»

  1. Me considero un lector que pocas veces un relato me llega al alma, una de tantas historias que no conozco de nuestra familia pero que al conocerlas te llenan el alma de dicha y orgullo.
    Me alegra poder llamarlo Mi Gran tío Luis

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  2. Excelente historia que me conectó desde el inicio y me traslada a esos episodios que vivieron. Qué gran tributo como hermana le haces a luso Dora. Felicidades.

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  3. Qué hermos. Qué historia tan conmovedora aunque llegué mucho después pude ver y vivir lo importante que era Moto repuestos l.d para Luis Dávila fui testigo presencial del amor que Luis sentía por sus hermanas y lo importante que eran para él y las tantas veces que me contaba la historia de la bicicleta roja; por eso mis ojos hoy se llenan de lágrimas al recordar tantas historias contadas de su familia. Sus ojos se perdían, supongo que al contarlas se trasladaba al pasado. Gracias Dora eres una persona muy pero muy especial 😍

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