Ese día el maestro Pedro Narváez estaba junto a mí en el Cementerio General del Sur. Cuando iban a descender el ataúd, algunas personas le recomendaron al viudo que lo llamara para que pronunciara algunas palabras. Era toda una institución y conocía bien la trayectoria de la difunta.
El viejo se acercó al féretro y con voz conmovida recordó los años de amistad, los cuales se remontaban al primer mandato de Joaquín Crespo. Evocó conciertos en el Teatro Nacional y en el Municipal, y célebres giras internacionales reseñadas por la prensa. Elogió virtudes y afirmó que había sido la mejor pianista del país. A pesar de su edad, recordó momentos precisos, sin llegar al exceso. Todo el mundo le agradeció la brevedad, compostura y exactitud de sus palabras, que conmovieron a algunas mujeres incapaces de contener lágrimas con breves, pero sonoros quejidos.
Luego de su disertación, lo trajeron de nuevo a mi lado. Lo tomé del brazo y celebré su hermoso discurso sobre Carmen Montiel. En ese momento, el maestro Narváez se estremeció, casi atemorizado. Y luego de reponerse un poco, me confesó, con un susurro, que creía que la muerta era Filomena Colmenares, familiar del Benemérito.
Imagen de portada: Leoncio Martínez, El entierro del torero, c. 1920, dibujo sobre papel, Colección Fundación Museos Nacionales – GAN / Fotografía Cementerio del sur. Panteón Familia Francia y Reyna, El Cojo ilustrado (1898).
Ups…
No cabe duda que todas las historias humanas se solapan…
UN ABRAZO, gracias por tu comentario…