Silencio de carne agradecida

A mi madre y mi hermana M.,
El amor entrañablemente humano.

Noche del 24 de diciembre del 2016.

Mi cuerpo es atravesado por una sensación de naufragio. Un vacío se mueve dentro de mí, sin más explicación y demanda que disponer mis sentidos a su inefable presencia. Lejos de inquietarme, dispuse mi cuerpo a escuchar y sentir internamente el mensaje que su voz inmemorial traía para mí. Lo más que logro percibir es una ternura de fondo moviéndose desde las entrañas. Una ternura que deviene en abandono y vacío borrando toda certeza presentida de nochebuena, la noche buena de la encarnación de Dios.

Mis dibujos conceptuales comienzan a inquietarme con imágenes de una ritualidad existencial que se impone mística: el silencio nocturno del barrio, la nimbada luz del poste penetrando la sala, la tierna soledad abrazando los intersticios de mi interioridad conmovida, la presencia de mi hermana M. y mi madre, sentadas en la mesa; serenas, flotando en el misterio de una gracia unánime que me hace pensar “el mundo no es un fracaso”. Y ante mí, la imagen desnuda de un hombre encarnado en niño, cuya obra y presencia quemante ha transformado y dado densidad trascendente a las páginas de mi historia por donde Él pasa, proponiéndome una forma otra de vivir y ser hombre: Jesús de Nazaret.

Nunca antes en mi vida semejante conmoción de imágenes y sensaciones se había apoderado de mi cuerpo, en un despliegue de belleza, asombro agradecido de recibir una ofrenda del misterio convertida en emocionalidad vibrando sacramentalmente dentro de mí ser, la teofánica belleza del mundo, abriendo espacios a la euforia estremecida de la carne llena de Dios. Y lleno de Él, me sentí extranjero de mí. Ese movimiento de vacío, soledad, silencio y luz desnuda, abrió y dispuso la carne del espíritu a la kénosis, el anonadamiento del sí mismo, abajando mis defensas inútiles, mi autodeficiencia fosilizada, mis máscaras hechas de roturas; para abrazar la joya de la epifanía en la interioridad de mi carne. Allí estuve no sé dónde ni cuánto tiempo, en un arranque espiritual de mi existencia donde el verbo se hizo carne conmovida hasta las lágrimas.

Hundido pausadamente en un silencio sonoro, donde todo lo inoportuno de la materialidad quedó ahogado por la fiesta sagrada de la atención, me hice sensible, alargado hasta el límite donde el contacto es genuino: sentir y gustar internamente. Ante el ruido, el ajetreado afán de los días, una calma central se impuso. Bastó ser ahí, en esa lujosa paz, para hacerme de nuevo en lo radicalmente novedoso: la experiencia de Dios. Revisar esta experiencia, pasar por ella a casi tres años de mi vida, en estos días que se imponen aciagos, pesados, dura concha de incertidumbre aterradoramente árida, implica abrirme, disponer la anatomía de mi mente a la connatural expansión de la gracia inmerecida: vivir y existir sin más.

Aún en la devastación, donde un desierto ronco parece imponer sus espejismos, tentaciones, falsos oasis, enmascarando el hambre, la miseria, el desasosiego en forma de noche oscura: ésta diáspora vertical espera la reconciliación última, las nupcias de una compasión radical, la ironía del despreciado deseo de vida que nos acoge en la libertad unánime de un amor que atravesó el misterio para encarnarse en luz redentora, en medio de un pesebre, unos pastores, una mujer, un hombre y la intemperie cósmica que hizo de los desahuciados bienaventuranza, ternura definitiva, abismal salvación inmerecida en la que creo y amo, y donde lapidariamente la esperanza tendrá la última palabra.



Yorgenis Ramírez Martínez

Imagen de portada: Giotto dei Bondone: La adoración de los Reyes Magos (detalle), también conocida como La Epifanía (1306), capilla de los Scrovegni o de la Arena, Italia.
Imágenes de ilustración:
– Giotto dei Bondone: La adoración de los Reyes Magos, también conocida como La Epifanía (1306), capilla de los Scrovegni o de la Arena, Italia.
– Sandro Botticelli: Natividad mística (1501), National Gallery de Londres, Reino Unido.

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2 comentarios en «Silencio de carne agradecida»

  1. Richard, querido. Recibo con amor cada palabra venida de tu boca. El sentimiento que describes es recíproco y hondo, como nuestra amistad. Gracias. Que la belleza de nuestro encuentro nos siga permitiendo vivir desde la entrañas.

    Yor.

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