El lunes, José Alberto Lescano no acudió a trabajar. Al día siguiente tampoco. El patrono y Toni, uno de los pocos compañeros con los que José Alberto entablaba conversación, se alertaron pues éste nunca faltaba y tampoco solía enfermarse. ¿Acaso habría sufrido un accidente o habría sido víctima de un robo, de un secuestro? Se presentía lo peor. El miércoles en la tarde, Toni decidió ir a buscarlo. Llamó a la puerta, gritó, pero nadie atendió. Tras forzar una ventana logró entrar en la vivienda.
El olor a descomposición anunciaba la desgracia: en el dormitorio sumido en la penumbra, al pie de la cama, yacían dos cuerpos inmóviles, el de José Alberto junto al de otra persona. El hombre estaba completamente desnudo mientras que el otro cuerpo vestía una harapienta blusa de flores y un sombrero que le disimulaba el rostro. Revuelto y anonadado por la escena, Toni corrió a buscar a la policía. Pronto llegaron los expertos forenses para determinar si se trataba de una escena del crimen o de la muerte natural de ambas personas.
José Alberto Lescano, de unos 58 años pasados, era robusto, con una salud inquebrantable y la fuerza física que muchos jóvenes hubiesen querido tener. Llevaba toda la vida trabajando en el campo, en la provincia de Buenos Aires, y ninguno de sus patronos había tenido quejas de él. Al contrario, al momento de las cosechas ‒cuando se necesitaban más brazos fuertes‒ muchos se lo disputaban. Lo convencía el que le ofreciera la mejor paga. De escasas palabras y trato poco afable, rara vez se le veía en las fiestas populares o en la iglesia de la pequeña localidad de Balcarce, salvo en Semana Santa o en Navidad. De vez en cuando iba al bar donde se reunían sus compañeros de faena para ver algún partido de fútbol, pero siempre se mantenía al margen de juergas exaltadas.
Desde que su esposa había desaparecido sin dejar rastro, hacía unos veinte años, José Alberto parecía haberse acostumbrado a su viudez forzada. Nunca se le veía en compañía femenina. Tampoco era un buen partido: solo un simple trabajador agrícola sin bienes ni fortuna, apenas una casa derruida en la que pasaba la mayor parte del tiempo cuando no estaba trabajando. La barbera del pueblo, igualmente viuda, había intentado ligar con él pero sin mayores resultados. Sólo una vez, al masajearle las sienes con cierta intención seductora, percibió que un bulto se hinchaba de manera notoria bajo el pantalón de lona del agricultor. No pasó de allí. El hombre disimuló la exaltación bajo su sombrero y soportó estoicamente el corte de pelo. Luego pagó y salió sin decir una palabra.
Para saciar sus impulsos sexuales, José Alberto solía practicar la auto-satisfacción. A veces la excitación era propiciada por el recuerdo de alguna mujer vista de soslayo en el mercado de los sábados. Allí acudían bellas mujeres de las villas vecinas, e incluso turistas de la capital. A esas, trataba de fotografiarlas en su mente para luego evocarlas en sus momentos de intimidad solitaria. Otras veces, recurría a cuadernillos con fotografías pornográficas que compraba ‒siempre ocultos dentro de un diario anodino‒ en el quiosco de la plaza. También estaban los videos picantes que adquiría, de la manera más discreta posible, junto con películas de acción o comedias. Todos esos estímulos formaban parte del mundo erótico-onanista de José Alberto. Hasta el día en que apareció Susana…
Cuando la vio en el mercado supo que ella era para él: de cabello rubio como la paja dorada, madura pero con figura de jovencita, ancha de caderas, de piel lechosa, labios turgentes como frutas rojas recién cogidas.
El sexo no se hizo esperar. Para José Alberto, Susana era la amante ideal: muy callada y dócil… Casi sumisa. La amaba desenfrenadamente, con un amor físico salvaje, como para resarcir tantos años de placer en solitario. Sin embargo, una vez que gozaba con el cuerpo de Susana ‒quizás de manera un poco impersonal y sin preocuparse mucho por el placer de ella‒ el otrora tosco agricultor la trataba con suma delicadeza, colmándola de atenciones: “Vos te quedas quietita que yo hago todo” decía, y luego tarareaba una milonga amorosa entre dientes.
Un viernes, al finalizar la jornada en el bar, Toni le comentó que lo notaba más alegre, más suelto, menos huraño:
—¿Te sentís bien? ‒preguntó entre copas‒ cualquiera diría que tenés mujer en casa…
—Puede ser —contestó José Alberto con timidez y una leve sonrisa.
—Ahhh, ¿te juntaste con Mabel? Esa barbera te tiene ganas desde hace tiempo, mirá que se lo ha dicho a mi mujer. Además comenta que vos parece que estás bien dotado.
—No, esa es una cualquiera. Mi Susy es un ángel, es pura, sólo ha sido mía —respondió José Alberto con tono glacial.
Alzando los hombros incrédulamente, Toni replicó:
—Eso dicen todas… saben disimular. Cuidado y la tal Susy es menorcita y te metés en un problemón legal.
Al acercarse a los cadáveres, la policía comprobó que José Alberto tenía una expresión de goce en el rostro y que Susanita estaba toda despelucada, con la mirada vacía y el pintalabios corrido. Ante el “macabro hallazgo”, comenzaron a correr las especulaciones y las burlas por parte del personal policíaco y forense: que si le había dado un infarto, que si había sido por el susto porque Susanita le había susurrado cosas aterradoras al oído, que si la muerte había ocurrido al momento del orgasmo, que si el juego sexual “se le había ido de las manos”… Los policías y los forenses se deleitaban haciendo gestos y chistes subidos de tono a cuesta de un pobre hombre demasiado solo y preso de su fantasía: lo que parecía ser el cuerpo de una mujer en realidad era un muñeco de paja de los que se usan en el campo para espantar a los pájaros y otros animales.
Con los ojos llorosos y la voz entrecortada, genuinamente acongojado, Toni declararía en televisión: “Yo era su único amigo, su confidente. Dicen que hacía cosas raras, que era un pervertido… pero yo sólo sé que amó a Susana hasta la muerte”.
Recreando la noticia “Un granjero encontrado muerto tras tener sexo con un espantapájaros”:
http://www.laverdad.es/gente-estilo/201504/08/muere-tener-sexo-espantapajaros-20150408123048.html
Imagen de portada: Jean-Viollier (1896 – 1985), L’épouvantail-charmeur-III (1928), óleo sobre tela, 71 x 51 cm, Asociación de Amigos del Petit Palais, (Ginebra, Suiza), Fotografía de Patrick Goetel.
Un texto erótico y misterioso. Chapeau. Un abrazo, querida Denise.
Contexturas es un espacio que se abre para todo amante de las letras. Es un desahogo para la imaginación y un refugio para la ilusión. En él, el relato y la crónica cobran vida y nos llevan a sentir todo tipo de emociones. Esta historia de grata lectura que aflora de la pluma de su editora, refleja la calidad de contenidos, imágenes y humor que pueden ser expresados con libertad y pasión en este lugar de sueños y realidades del ser. Gracias Denise por cultivarlo.
Texto hermoso, sutilmente erótico, con un final sorpresivo, que me conectó con la canción de Serrat sobre el amor de un Señor con un maniquí de cartón piedra, felicitaciones Denisse