Breves de una parca

A la deriva

Niña de cuatro años aparece flotando sobre un unicornio inflable
en el golfo de Patras, cerca de Antirrio, costa de Grecia.

 

Agosto 2020. Karin seca sus utensilios de coctelería. Repite la acción mientras vigila el muelle. Una patrulla naval se acerca.

—Mi chiquita, pudo haberse ahogado por mi culpa, soy un irresponsable —se lamenta un hombre entre llantos.

Contrariada, Karin trata de entender qué pudo salir mal esta vez. Más temprano, en su hora libre, le había susurrado a la pequeña que el país de los unicornios se encontraba más allá del horizonte y que, para llegar, solo tenía que entregarse a la corriente junto a su amigo inflable…

Ya en la tarde, como durante toda esa semana de vacaciones, Karin le había preparado un Brisa griega al hombre que ahora lloraba. Pero, a diferencia de los cocteles anteriores, un comprimido de Sueñolín pulverizado, añadido a la mezcla de ginebra, jugo de lima, vermut blanco y lavanda amarga, aletargó al padre de la niña en una breve y certera desconexión de la realidad.

Karin había considerado todo, menos que el guardacostas avistaría a tiempo el unicornio multicolor a la deriva:
“Hombres de mar, masculla frunciendo el ceño, me deben varias…”.



La verdad sumergida

Ocho años atrás, Karin también había fracasado al intentar pescar al capitán del Costa Concordia, imponente buque crucero que el marinero solía acercar demasiado a la costa para ufanarse de su destreza al timón con el pasaje y la damisela de turno.

La noche del 13 al 14 de enero de 2012, bastaron unas pestañas postizas, un mini vestido magenta y unas sandalias doradas de tacón con tiras cruzadas sobre las pantorrillas, para alebrestarle la libido e impulsar al capitán ‒de nuevo‒ a una imprudente maniobra. El estruendo, seguido de las alarmas, anunció que el barco había colisionado contra una roca. Horas después encalló y zozobró parcialmente frente a la Isla de Giglio, en el Mar Tirreno.

Karin se equivocó al pensar que Francesco Schettino desaparecería al mando de la embarcación. No contaba con que el hombre, menos digno que cobarde, huiría en un bote salvavidas, dejando a su tripulación y a los pasajeros. Esa noche Karin se llevó a 32 mortales, pero no a quien había venido a buscar…

Se muerde los labios, siente que antes le iba mejor en el ejercicio de su profesión. Con Schettino no solo erró una, sino dos veces. Pensó que éste ‒agobiado por el desprestigio y condenado a prisión por homicidio culposo, abandono de la nave y daños al medio ambiente‒ pronto sería olvidado, lo que para muchos es una muerte en vida. Pero el capitán degradado, ajeno a cualquier culpa y empeñado en permanecer vivo en la memoria, se había atrevido a publicar un libro: Le verità sommerse (La verdad sumergida) que se agotó en menos de un mes, e incluso fue reeditado para complacencia del morbo colectivo.



El último bocado

Pero no todas las misiones de Karin habían sido fiascos, ni había tenido que trabajar con gente desagradable y de tan poca estatura moral. Contrariamente al aliento alicorado, disimulado con altas dosis de pastillas de menta y regaliz, o a la frente sudorienta del capitán ‒ahora autor de un best seller‒ el Dr. Alberto Adriani era un hombre peripuesto y perfumado, incapaz de emanar malos olores. De cabello abundante y grueso, siempre muy engominado, usaba trajes de tela inglesa y corte impecable, camisas almidonadas, corbatas de seda italiana, yuntas de plata y zapatos lustrosos.

Se habían conocido en Ginebra en 1924, cuando un muy joven Alberto, ejerció brevemente el cargo de Cónsul General de Venezuela y luego el de representante de su país ante la recién creada Sociedad de Naciones. Pero Karin esperó hasta 1936 para buscarlo en Caracas donde, el ahora Doctor en Ciencias económicas, se desempeñaba como Ministro de Hacienda del gobierno que acababa de suceder a más de tres décadas de dictadura. Residía en el Hotel Majestic, todo lujo y modernidad, en aquella ciudad para entonces poco cosmopolita.

Alberto Adriani trabajaba hasta tarde, incluso los sábados, y cuando llegaba al Majestic solía pedir servicio a la habitación. El sábado 8 de agosto de 1936, Karin le dejó una nota en la recepción informando que lo esperaría en el Salón inglés hasta la hora que fuera necesario. En post data, una promesa: “Será interesante para usted y para el cacao venezolano”.

Intrigado por la oferta debido a su interés especial por los temas agrícolas, Alberto se dirigió al rencuentro de una dama a la que recordaba delicada y misteriosa. Karin lucía igual que hacía más de diez años atrás, aunque siempre tan pálida. Una bebida escarlata fulguraba en sus manos:

—Es complicado encontrar el Negroni perfecto… he tomado algunos insuperables, pero también los hay mediocres —dijo el joven ministro inclinándose al tomar asiento.
—Es un cóctel eterno… Parece que hubiera tenido mil vidas y hoy está más vivo que nunca —respondió Karin con la seguridad de quien habla de su propia experiencia.

Cenaron juntos: Adriani pidió lomo de cerdo estofado con papas de Galipán en generosas pociones; Karin consomé y frutas, pero insistió en ordenar champaña francesa que correría por su cuenta. Fue directa:

Monsieur Adriani, Albert, —dijo con tono aterciopelado —le he traído finos bombones hechos con cacao de Barlovento y el savoir-faire de mi tierra. Son irresistibles, no hay mucho que pensar, le aseguro que este podría ser el inicio de una gran alianza… dicen que se avecina una guerra, no lo piense mucho, por el bien de nuestras economías.

Tras probar el primer bombón, la expresión seria y casi severa que solía acompañarle comenzó a borrarse del rostro de Adriani, hasta desaparecer por completo después de cuatro bombones más e igual número de copas de champaña Viuda Clicquot. Cuando el goloso ministro se disponía a tomar de la caja el sexto bombón, Karin lo detuvo, a la vez firme y gentil:

Ah non monsieur, resérvelo para justo antes de dormir, con una gota de champagne. Haga que se la lleven a su habitación, es mi obsequio. Mañana es domingo, merece descansar.

A la 1:25 de la mañana, envueltos por las notas musicales de una orquesta de baile que se escapaban del Dancing-Hall, subieron en el ascensor, único en la capital, que hacía del Majestic un hotel de vanguardia. Al llegar al piso 3 atravesaron el pasillo alfombrado tomados del brazo, quizás tambaleantes, pero sin perder la compostura. Adriani escoltó a Karin hasta la puerta de su habitación: se despidió con su acostumbrado gesto de inclinación, risueño a pesar de sus ojeras, y asegurando, mitad en francés mitad en español, que le cacao vénézuélien pronto sería chocolat suisse.

Karin ladeó la cabeza, acariciándolo con la mirada y la sonrisa. Tenía ganas de abrazarlo, rozar su rostro, deshacer el nudo de su corbata, oler su piel aún perfumada y empujarlo a la cama… para vestirlo con un pijama de algodón de Manila, ofrecerle el último bocado de bombón junto a un sorbo de champaña y quedarse a su lado hasta que se hundiera en el sueño profundo y sin retorno.

Karin hubiese deseado estar allí y asegurarse de que el tránsito fuese sutil, placentero, imperceptible. Pero debía evitar dejar evidencias, todo tenía que apuntar a un suceso natural.

A las cuatro de la mañana solicitó que le transfirieran la llamada a la habitación del Dr. Adriani. Tras siete repiques el hombre atendió, aunque sólo alcanzó a emitir un gemido quejumbroso. Karin le recordó al ministro sus orígenes mediterráneos, le habló en el dialecto de la isla de Elba donde habían nacido sus ancestros. Tal vez le narró el momento en el que Jasón y los Argonautas se detuvieron en esa isla cuando buscaban el vellocino de oro. También pronunció una oración fúnebre en lengua timote, o cuica, del lugar donde se habían asentado los padres de Alberto. Éste se desplomó en su lecho, dejando el teléfono descolgado. Al día siguiente no salió, ni solicitó servicio al cuarto. El personal del hotel pensó que estaría descansando por lo mucho que se excedía en el trabajo.

El lunes 10 de agosto de 1936, el Dr. Alberto Adriani, de 38 años de edad, y con apenas cuatro meses en el ministerio de Hacienda, fue encontrado sin vida en su habitación del Hotel Majestic. No se le conocía afección patológica alguna y la autopsia dictaminó que había muerto de un infarto mientras dormía. Pronto se esparció la leyenda de que había sido envenenado. Nadie supo por quién.



Denise Armitano Cárdenas

Imagen de portada: Bajo relieve con la figura de la parca Átropos, encargada de cortar el hilo de la vida. Elegía la forma en que moría cada hombre, seccionando la hebra  con sus “detestables tijeras” cuando llegaba la hora.
Video del rescate de la niña en el Golfo de Patras (agosto 2020)
Fotografía del Costa Concordia
Fotografías de Zacarías Santorini 

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12 comentarios en «Breves de una parca»

    • ¡Gracias Norma! Puedo decir que las imágenes fueron el detonante de estos relatos: una niña flotando en el mar sobre un unicornio inflable, un barco crucero naufragado, un lujoso hotel desaparecido del paisaje caraqueño…

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  1. Me ha encantado esta historia! Me transportó al mítico Majestic (que siempre quise conocer), pude imaginar a Karin y a Adriani compartiendo aquella mesa o despidiéndose. La muerte de Adriani es un misterio sin resolver, su muerte es uno de esos eventos que, desde mi punto de vista, cambiaron el curso de la historia de nuestro país. Felicitaciones Denise! Una historia interesantísima y hermosamente escrita

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  2. Una historia bellamente contada. Un viaje delicioso al pasado y la mezcla ficción-realidad hace de este relato una oportunidad maravillosa para estimular la imaginación.
    Felicidades Denise!

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  3. Impactada de leer un texto donde una crónica poética se entrelaza magistralmente con la crónica de la realidad y viceversa y al contrario, tejiendo un entramado con matices hasta de guión de película…me gustó muchísimo !

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