Me levanto y enciendo la televisión. La dejo sonando, no la veo, siento su presencia. Luego miro entre las hojas de las persianas. Es una afición. Monto café, hago algo para desayunar. Paso horas frente a la computadora, leo y miro noticias, videos políticos, cómicos, un poco de todo. YouTube es un aliado. Reviso constantemente Twitter, Instagram, Whatsap. A ratos juego Crush y Gumy Droop en el celular. La televisión de fondo inunda mi mundo. Entre una cosa y otra me detengo frente a las persianas. Asomo los ojos entre las dos láminas de mi altura. Alterno las ventanas, desde la persiana de la sala veo la entrada del edificio y la calle, de las habitaciones observo los pasillos y jardines interiores. Zarandeo.
Barro. Acomodo un poco la casa. Hay en el clóset una bolsa de ropa de la que hace tiempo debí deshacerme. Voy a la planta baja, a dejarla en el depósito de basura. Abro la puerta, dentro hay tres cajas de libros, revistas, cuadernos y papeles. Supongo que al igual que yo con la ropa, las dejan para que los señores del aseo o los vecinos se lo lleven. Las reviso. Una contiene papeles viejos, carpetas, cuadernos, hojas mecanografiadas, guías de estudio. Hay un sobre amarillo de burbujas. Dentro un cuaderno y tres agendas, grosso modo los hojeo. Me llevo el sobre. En la casa lo reviso, leo una que otra cosa. Se me hace agua la boca, quiero curiosear bien. Busco un saco del mercado, bajo, lo lleno. Trato de no hacer ruido. Subo rápido con el saco. Estoy emocionada, siento estar robando. En la casa vacío el saco. Bajo dos veces más, me llevo todo. Vuelvo una tercera por las cajas. En mi sala examino el lote. Subo el volumen a la televisión, no quiero escuchar mis pensamientos. Paso la tarde revisando. Clasifico cuadernos, carpetas, hojas sueltas, apuntes, trabajos de diferentes materias, fotocopias de capítulos de libros. Me parece haber vuelto a la biblioteca. Me gusta el paisaje de carpetas y papeles en el piso. Los cuadernos y agendas no tienen las páginas iniciales, no hay identificación, solo una firma que se repite. Las agendas y el cuaderno del sobre son más personales. Leo fragmentos. A mí nunca se me ocurrió llevar un diario. Tengo cinco álbumes de fotografías. Uno con fotos de mamá, papá, los abuelos, la niñez, la juventud en el pueblo, otro de mi matrimonio con Félix, la luna de miel. Tres álbumes de Miguel desde que nació, su infancia, piñatas, primera comunión, el colegio, la graduación de bachiller. No son de mí, siempre he acompañado la vida de alguien.
Mi esposo llega. Se sorprende al ver la sala ocupada por papeles y carpetas. Le digo como los obtuve. Revisa y hojea cuadernos, apuntes, agendas y pregunta con voz burlona:
—¿Para qué quieres esta vaina?
—Para entretenerme —contesto—, es como armar un rompecabezas.
—No joda, lo que tienes que hacer es botar eso.
Va a bañarse. Llevo los lotes de materiales a la habitación de Miguel. Hace casi dos años vive con la novia. Reordeno todo en la habitación. Voy a la cocina y caliento pabellón del día anterior. Desde que somos dos cocino menos. Félix sale con el pijama puesto. Cenamos. Habla poco. Comenta algo de un paciente en la clínica donde es técnico dental desde hace más de treinta años. Me es infiel. En su koala carga preservativos y Viagra. Cada vez que puedo reviso su celular. Hace dos días de un número no registrado le preguntaban “¿Cuándo nos vemos?”. Hay mensajes de otros números con frases en clave, iniciales. Son dos o tres mujeres, o la misma con varias líneas telefónicas. De vez en cuando borra los registros y conversaciones. Hay días que llega ebrio y va directo a bañarse, entonces es menos comunicativo. Esos días, creo que viene de estar con alguna. Hace seis años nuestra sexualidad disminuyó a la frecuencia de una que otra vez. Me fastidié. Se montaba encima, no me besaba, sentía su penetración cada vez más dolorosa. Ponía su barbilla en mi hombro, subía y bajaba dentro de mí unos treinta segundos cada sábado. Esos encuentros se distanciaron hasta ocurrir en nuestros cumpleaños, aniversario de bodas, Navidad, fechas emblemáticas que cada vez son menos frecuentes. No me importa. Apetezco su compañía. Sentir el peso de su cuerpo en el otro lado de la cama. Es lo que ahora necesito. Duermo intermitentemente. En las noches veo la Ley y el Orden, Top Chef, Master Chef. Cuando veo a Anthony Bourdain comer se me hace agua la boca. Siempre tengo platanitos dulces, maní, chicharrones. Tomo agua, refresco, jugo, lo que haya en la nevera. Félix cocina los sábados y domingos mientras toma vodka tonic o cuba libre. Yo una o dos cervezas.
Desde hace siete años no trabajo. Los he pasado sola en esta casa. Me siento bien, aunque todo me da igual. Estoy exhausta de la vida. Tengo una sensación de llenura, como si estuviese colmada, plena de un éxtasis de complacencia. Me jubilaron. Peso setenta y cinco kilos, me duele la cintura. Si quisiera describir mi vida actual, la resumiría en dos palabras: vencida-tranquila. El sinónimo de mi felicidad es ser una espléndida mujer vencida-tranquila.
En la mañana continúo revisando las agendas. Leo el cuaderno-diario, es muy íntimo lo que dice. Me mortifica su lectura. Después de varias horas decido transcribirlo en la computadora. Las agendas son un inventario de hechos y eventos de mil nueve ocho ocho al noventa. El cuaderno es parte del 89 y del 90. Es un hombre de letra a veces ininteligible. La transcripción me introduce en fragmentos de su vida. Lo profano al conocer sus asuntos privados. No entiendo cómo alguien bota eso sin destruirlo previamente o acaso la intención es que fuese encontrado. ¿Estará haciendo borrón y cuenta nueva? ¿Limpió el clóset? ¿Quién será? Reviso las imágenes de todos los hombres del edificio y los voy descartando hasta quedarme con tres: Carlos el del quinto piso, divorciado. Javier el del tercero, viudo, o Iván del segundo, casado con Gladys, quizás se los botó ella. Porque el individuo debe tener mi edad o un poco más.
La época me es familiar, releo lo que transcribo en dos dimensiones: la del que escribió en el pasado y la mía como si armara una novela, un antes y un ahora. Quisiera comentar con alguien, pero no tengo amigas. No es un asunto para hablarlo con vecinas. El trabajo de transcriptora ha tocado mi vida. Me paro a tomar café, miro por las persianas y vuelvo al trabajo de ser la omnisciencia de alguien.
Es un mujeriego. Hay relatos eróticos. Me produce risa y se me espeluca el cuerpo. Termino la primera agenda, son libretas gruesas de semi-cuero. El diario es un cuaderno empastado tamaño carta. Está gastado y manchado. Hay días que escribe en la agenda, otros en el diario, días que escribe en ambos, días en que no escribe en ninguno. Le cuento a Félix cosas de la vida del personaje, se ríe. El trabajo mayor es descifrar esa letra tan enredada. El sentido de muchos eventos me hace sentir forense. A ratos vuelvo al Candy Crush.
Soy tan fácil de conmover. No debería continuar ese trabajo. El personaje es un patán, aprovechado y chulo, le estoy cogiendo rabia. Sin embargo la forma en que las mujeres lo dejan, o él las cambia, me apena. La transcripción del segundo año de agenda y primero del diario me produce pena. Voy un poco más allá de la mitad. Han pasado tres días desde que subí los papeles. ¿Por qué no los destruyó? No logro precisar qué vecino es. ¿Qué pasaría con la mujer que vivió con él y desapareció? La imagino montada en un autobús yéndose a Santa Elena de Uairén. ¡Qué ejercicio de libertad! De libre albedrío, de no sujeción a nadie. ¡Ah! sí yo fuera capaz de hacer algo así. Irme, desaparecer. Si dejara a Félix, ¿A dónde me iría? Tardo unos minutos en verme tomando el control de mi destino largándome a Brasil. Voy al clóset, en una pequeña maleta que hace mucho no uso, meto tres pantaletas, tres franelas, tres pantalones, tres blusas, el pijama, el cepillo dental, todo lo que ella no llevó. Tomo mi cartera, tarjetas de débito, crédito, todo el efectivo disponible en la casa, hasta las monedas, mis dos celulares con sus cargadores. Me da una mezcla de rabia y dolor dejar a Félix de esta manera. Quizá se alegre de librarse de mí. Llevar los teléfonos es dejar abierta la posibilidad de que me ubique. Escribo una nota:
Félix, me cansé de esta vida.
No sé a dónde voy.
No sé si volveré.
No me busques.
Gisela.
Me río de mi misma. Imaginarlo es divertido. Pero debo completar el trabajo. Una semana después repaso todo lo transcrito, sesenta y tres páginas donde se cuentan muchas cosas. El personaje me ha seducido. Me ha enamorado. He tenido sueños húmedos de manera recurrente. Me gustaría saber quién es y preguntarle por la mujer que desapareció misteriosamente, por la que le chuleó hasta los huesos, por la actriz a la que metió en un problema con su esposo, por la pintora de la que se enamoró y que lo abandonó. Mientras transcribía tuve sensaciones olvidadas que disfruté. He sido torpe, sola, estúpida, alegre, inocente, cruel. No sé por qué continuaba ese trabajo. Me he masturbado varias veces, lo he hecho con todos los hombres del edificio. Hay que afrontar las cosas viéndolas de frente, tal como son, sin esconderlas, sin mentirse, sin disculparlas. Es obvio que me encanta el personaje. Es la primera vez que soy infiel.
Haciendo la última agenda me digo que la transcripción es ahora mi memoria, me descubro en ella. El resto de la tarde la paso tirada frente al televisor. Como pan con salchichón. Cuando Félix llega estoy dormida. En la mañana no hablamos, se va antes de que lo agarre la cola. Apenas me quedo sola me pongo a transcribir. Esta agenda tiene muchos días sin anotar nada, no es tan abundante como las anteriores y en algunos casos lo que narra se extiende utilizando las páginas de los días siguientes. Un día de agosto dice lo siguiente:
“Estoy leyendo en la Biblioteca Nacional dos libros de Eliphas Levy que no conocía “El libro de los sabios” y “El libro de los esplendores”. La referencista que me atendió es una joven morena alta de lentes. Es bonita, seria, tiene el pelo muy corto. Entablé conversación con ella y me dijo que estaba en tercer semestre de Bibliotecología. Desde el semestre pasado trabaja en las tardes como referencista. Le pregunté por la materia “Historia del libro” de la que me han hablado y me dice que detesta al profesor y que no le gusta la materia. “Qué raro porque vas a vivir entre libros”, le digo y ella se echa a reír. Tiene los dientes parejos y muy blancos, sonríe también con los ojos. Me gustó. Me siento en un lugar desde donde la observo. Tiene las pantorrillas gruesas. Usa vestido debajo de la rodilla, tipo evangélica. Es elegante, se le marca un buen culo. Tiene veinte años, es una muñeca. Me gustaría atacar a esa carajita”.
¡Dios mío! Qué susto, qué sobresalto: ¡esa soy yo! Es mi descripción. Es mi imagen cuando comencé a trabajar en la Biblioteca. Entré en segundo semestre, detestaba al profesor de Historia del libro, tenía el pelo corto, usaba lentes y faldas a la rodilla. Este hombre estuvo en contacto conmigo. No recuerdo nada de esto. Estaba asustada. Un desconocido hablaba de mí. Después de treinta años. Seguí hojeando la agenda. Quedan muy pocas cosas por transcribir. Una semana después dice:
“Salgo a caminar por Los Caobos, después de un rato llego a la Biblioteca, a su gran sede. Ahí está ella. Me acerco y le pregunto cómo se llama, Gisela, me dice. Me gusta, hablamos, nos coqueteamos, se ríe por cada cosa que le digo como si le diera cosquilla. La miro fijo a sus ojos negros. Quise esperar hasta el cierre para hablar con ella, pero me cansé y me fui. El rato que estuve leí un poco de ‘Los pasos perdidos’ de André Breton”.
Sí, soy yo, Gisela. Qué horror, vergüenza y orgullo a la vez, que alguien anotara mi nombre en su agenda y pensara en mí.
Tengo que hablar con él. Es mediodía. Bajo las escaleras, le toco a la vecina del once en la planta baja y le pregunto si ha vista algún vecino dejar cajas en el depósito la semana pasada. El vecino del piso cinco, el del cincuenta y cuatro, me dice.
—Ay pero ¿Usted no vio que se mudó?
—¿Qué? —respondo a la vez que siento un extraño terror. Se me acelera la respiración, siento un dolor en el pecho, tengo ganas de llorar.
Carmen me sigue diciendo:
—Vino un camión, unos hombres sacaron sus cosas. Eso fue rápido. A mí me regaló una caja de libros mire —abre la puerta y veo la caja similar a las que encontré en la basura
—¿Y no le dijo a dónde se mudaba?
—No mi amor, no se me ocurrió preguntarle, me dijo que había vendido el apartamento y dejaba muchas cosas porque adonde iba no tenía espacio, por eso me preguntó si quería una caja repleta de novelas, yo encantada ¿Por qué?”.
Recobro la cordura.
—Por nada, por nada, no es importante vecina, gracias, hasta luego.
Subo la escalera embobada. Me veo ridícula, estúpida. Llego al apartamento, cierro tras de mí la puerta. Vacía y zombi vuelvo a la computadora y sigo con las pocas anotaciones que quedan.
El último día dice:
“No me arrepiento de las borracheras e infidelidades. De mis estados lúcidos, etílicos y de mis orgasmos me siento orgulloso. Sé que no he amado a muchas de las mujeres con las que he estado, o solo mientras han permanecido. El sexo sin compromiso es una forma de libertad. Cuando me acerco a cualquier mujer es esa compenetración mágica lo que busco.
Esta mañana hemos discutido porque estuvo leyendo mi agenda. Está enrollada quiere ir a la biblioteca a saber quién es Gisela”.
Lloro pensando que atraje a un hombre y que le di celos a su mujer. Es probable que nunca me hubiera recordado al verme tantas veces en el edificio, aunque solo vivió aquí unos cuatro años. Me siento asesinada. Lloro por perder una fascinación, el insoportable desafío de lo que no supimos. Necesito que Félix llegue pronto.
Alvaro D’Marco
Fotografías de la serie Bitácora de intramuros de Rafael Guillén
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Genial, a lo mejor Gisela publica el diario y Félix que es un hombre de libros sabrá que es su historia y la encuentra.
Bella fotografía.
Felicitaciones por la iniciativa.
Excelente relato, siga así don Álvaro
Gracias Anna. Gran idea…
Las fotos son elacompañamiento perfecto.
Saludos
William, gracias por su lectura.
Sencillamente fascinante!
Gracias Yamira. Es fascinante que me leas.
Me pareció que está excelente. Una buena historia de un gran maestro. Saludos
Pedro gracias. Un saludo
Excelente!
Oriana agradezco tu palabra… Un abrazo
Qué buen cuento, trama cotidiana que te engancha hasta el final y te hace quedar con ganas de más…
Encantado de que hayas quedado con ganas de continuar Zuleyka. Un abrazo
Es una narrativa íntima, un cuento profundamente interior. Femenino también y a veces caústico. Lo interesante del cuento no es el hallazgo del manuscrito, sino lo que Gisela hace con él: abre su cuerpo y deja que pasen las letras como una exhalación. Grande, Álvaro. Espero leer más de ti.
Gracias Jan. Aprecio y valoro tu juicio
Tengo material para mostrar. Espero poder publicar mucho…
Felicitaciones por tu reconocimiento como finalista en concurso de La vida de Nos.
Interesante, creíble y con buen ritmo. Pedazo de cuento👍
Gracias Revill. Agradezco su lectura
Creí que él había dejado las cajas para que Gisela las encontrara… Al final ella se encuentra en los fragmentos que la nombran y se desencuentra en su vida cotidiana.
Uff…contundente.
Impactada con las letras casi finales » el desafío de lo que no supimos»
La eterna paradoja del mundo femenino y su contraparte masculina… a algunas mujeres se nos va la vida queriendo tener otra..
Me fascinó…!
María Alejandra. Qué satisfacción me produce ese reconocimiento al texto, ese es el punto.
Agradezco tu lectura.
Me gustó. Mucho. Como mujer pienso que todos somos el amor de alguien que de alguna manera llena un espacio sagrado. Quizás solo en un encuentro, podemos marcar vidas para siempre. Gisela se va por lo seguro, espera a su Félix… Tal vez sintiéndose menos resignada. Después de todo y aunque el tiempo hay pasado, es una caricia al ego femenino saber que fue la ilusión de alguien. Hermosa leerlo en los diarios y apuntes. Aplausos Maestro.
Gracias Rosaria Tuberosa por descubrir aspectos que era mi intención revelar. Tu mirada aguda y el comentario cargado de conocimiento ancestral me halaga. Ser la ilusión de alguien es lo que plena nuestro deseo. Un abrazo