Cuerpos extraños

Desde el inicio estuvo la palabra. Venimos de la tradición que cuenta que Dios dijo y a partir de entonces todo empezó a existir.

Fue en Macondo donde, mucho años antes de que apareciera la peste del insomnio, llegaron al pueblo objetos extraordinarios. El mundo era tan nuevo que para nombrar las cosas era necesario primero señalarlas con el dedo. Y cuando ya no hubo más sueños, ni duermevelas, hubo que escribir los nombres de cada objeto con tinta para no olvidarlos, para que no muriera la discreta relación del hombre con lo que empezaba a sentirse como propio.

Somos a partir de lo que nombramos: el resultado del paso del tiempo y del peso de las palabras. A fin de cuentas nuestra única salvación y eterna condena. Cuando el hombre empieza a extraviarse, tiene que empezar por hurgar en ellas para encontrar el camino de regreso a sí mismo. Existimos también cuando comenzamos a nombrar y a ser nombrados y esto opera hasta en lo más inmediato de la cultura pop: “di mi nombre“, dijo Rosalía y de pronto todos caímos rendidos ante su encanto.

“Hay un momento en que el lenguaje deja de deslizarse y, por así decirlo, se levanta y se mece sobre el vacío”, dijo Octavio Paz en La llama doble. En esa danza nace un propósito que trasciende la necesidad de comunicar y se transforma en poesía porque encuentra a Eros: la comunión entre los sentidos y psique.

Lo que diferencia al erotismo de la mera sexualidad es la imaginación: la capacidad del poeta para hacernos ver el mundo con “los ojos del espíritu y no de la carne” (Octavio Paz. La llama doble). Recurrimos a las palabras porque potencian la sensación del amante en nosotros: narramos y (de)construimos el recorrido, el roce, la ruta que nos hizo sentir deseados porque, de alguna forma, lo que buscamos es quedarnos en la sensación. Esa que nos hace volver a ser el deseo de nuestro amante.

Desafiamos la lógica, el correcto sentido de las cosas y flotamos en mundos posibles porque eros es poesía y en ese pacto ficcional, el mundo que imaginamos se expande: nos hacemos canción, verso, ritmo, insectos que se trepan por la espalda solo para amar.

En este sentido, Ile, la artista puertorriqueña −ex integrante de Calle 13− explora con sutileza la belleza del erotismo caribeño: construyendo un mundo a partir de canciones donde se desdobla y se transforma en un bicho de múltiples brazos que se aferra con ternura al cuerpo de ese alguien que ama o desea.

Cuando Ile canta, cierra los ojos y entonces ocurre que la línea negra de su eyeliner alarga sus párpados. Parece un gato que duerme o una mujer atrapada en un lienzo lejos del caos del mundo de la inmediatez.
Sobre su hombro derecho aletea una mariposa colorida.
Ile es Caribe y eros por donde sea que se la mire.

Aunque no hubiese armonía, su voz traza con la misma fuerza el ritmo íntimo y melancólico de su discografía. De a poco, se fue apropiando del tono de una generación que creó y amó mucho antes que ella y a la que decidió ponerle el cuerpo en una complicidad necesaria para contar historias que no son suyas pero que alimentan ese imaginario caribe del que viene y al que yo me he plegado.

En su cuerpo delgado repleto de tatuajes, se escribe la narrativa femenina y erótica más honesta de su generación y que a pulso ella ha transformado en dos álbumes poderosos que hurgan en la identidad sonora puertorriqueña.

La voz de Ile fue la responsable de darle autenticidad y fuerza al discurso latinoamericano que construyeron Eduardo Cabra y René Pérez durante más de diez años en Calle 13. Desde muy pequeñita ya pisaba grandes escenarios y ponía en suspenso la vida de miles de personajes con el latigazo suave y ronco de su voz.

Parte de lo que deslumbra de su identidad musical es la consistencia de su universo. No es secreto que la industria de la música es un núcleo que, por años, ha sido territorio masculino: con un orden y unas formas que hombres y mujeres se han dedicado a establecer hasta hacerlo prácticamente inamovible. Las cosas han cambiado como consecuencia de esta última y potente oleada de feminismo global que nos ha sacudido y nos ha permitido repensar la manera como nos conectamos con el ejercicio creativo, con la manera de hacer y mostrar la música. Por eso la presencia y la voz de Ile son cada vez más reales y honestas.

Sus dedos largos van tejiendo −como si fuese una araña− una tela fina de imágenes íntimas escritas verso a verso por su hermana Milena Pérez, actriz y poeta. En su puño va germinando el ritmo de una historia que le pertenece a punta de poner su propia piel, de adornarla con sus gestos, sus quiebres de voz y fragilidad. Una traducción que se mueve desde lo más íntimo de la feminidad hasta hacer la experiencia colectiva.

Todos hemos sido, de algún modo, ese insecto que trepa para explorar el cuerpo que deseamos con la curiosidad de una criaturita que solo se dedica a respirar y comer. Conquistamos y hacemos nuestro cada centímetro de piel. Nos hacemos pequeñitos, minúsculos con cada caricia pero dotados de un poder capaz de doblegar voluntades: esa metamorfosis del amante que narra Ile, guarda una vulnerabilidad profundamente caribe, profundamente femenina y humana.

Sus ojos siguen cerrados y ella se desborda: la intensidad de su voz crece y se acelera, como si no temiera sentir tanto, tan a pecho, tan profundo. De a poco, Ile logra llegar al punto exacto de vulnerabilidad y quiebre donde amar es hermoso, donde ocurre el rapto y quedamos rendidos ante tanta vulnerabilidad. Su voz lo rompe todo, lo atraviesa con calma, con el paso certero de sus ancestros, con la piel dura y sensible de las mujeres que caminaron la tierra de un volcán sin lava pero cuyo fuego sigue ardiendo.

Están despertando e Ile es la prueba de ello: viene del solitario ejercicio de mirar de cerca y en silencio la injusticia y el sufrimiento de su gente. Por eso sus canciones están cargadas de la sabiduría que se construye a partir de resistir, de actuar en el tiempo justo y de creer en la música como antídoto para tanta barbarie.

El relato continúa: “de la piel de mi espalda que está extraña de querer“, canta. Hay algo teatral en su música y en su aproximación a ella: hay una preocupación por construir imágenes que resuenen en el cuerpo, que hagan eco en su pecho, que suspendan su voz y se sostenga en la calma de su mirada.

“Y trepé por las paredes“, cuenta, sus dedos se arquean y se enganchan a una superficie de piel invisible. “Llegué al techo, te perdí“. La mirada atenta también sube e imagina ese cielo raso de pecas y piel que dibujó Milena. “Se me amarilló de pronto, cierto trozo de nariz”.

Y de a poco va ocurriendo la metamorfosis (no) kafkiana: somos un bicho raro que ama, que hace de la piel un campo amarillo e infinito para desbordar de placer. Un insecto-humano que estalla en caricias, que le crecen brazos para tocar más, para abarcar más, con antenas en la frente que rastrean besos y mordidas.

Ile expone con una teatralidad deslumbrante la intimidad del lenguaje corporal cuando amamos a solas. Transforma su cuerpo en un discurso poético. Hace de amar una teoría exacta que opera en ella de forma natural y traviesa: no se ensaya, estalla sin protocolos en la fragilidad de su cuerpo y se convierte en canción. En un ritmo distinto al de la velocidad del mundo, que invita a la calma, a no pensar y a ver la realidad pero con los ojos del espíritu. Por eso, cuando todo pase, ahí van a estar sus temas: para trazar el camino de vuelta a casa, a la fuerza natural de la isla y sus misterios donde Eros habita con la misma libertad y variedad, como deseos hay en el ser humano.



Ana Cristina Frías

Imagen de portada: Fotografía extraida del video de la canción Extraña de querer de Ile.
Imágenes de ilustración: Seleccionada por la autora a partir del video de la canción Extraña de querer de Ile.

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