Un, dos, tres, volando…

Esa mañana se despertaron encandilados, sin recordar muy bien los términos de la negociación nocturna. Amanda abrió los ojos con dificultad y se encontró de frente con una piel que de golpe se le hacía desconocida, sin embargo acercar la mano fue suficiente para reconocerlo y reconocerse en aquella noche que había sido como un juego donde las condiciones se fueron planteando sobre la marcha.

Alfredo nunca pensó que en el momento en que le había propuesto a Amanda salir a cenar, ella lo aceptaría sin reservas, aunque lo más probable es que lo hubiera tenido en mente desde que comenzó el día, porque puso especial cuidado en arreglarse esa mañana, cantó mientras conducía hacia el trabajo en medio del caos de calles intransitables y se mantuvo activo y feliz hasta las cinco y media de la tarde, cuando empezó a sentirse acalorado y ansioso. Por su parte Amanda había aceptado la invitación de Alfredo como una oportunidad segura de coito, lo supuso desde que lo vio la primera vez en medio de una reunión insólita donde nadie se conocía pero todos especulaban sobre las vidas de los demás, tuvo la certeza desde el instante en que él dejó la copa sobre una mesa y se acercó a ella superando el largo camino de cuerpos apretados, de palabras lanzadas en vano, de aquella música insoportable.

No habían vuelto a verse después de esa ocasión, pero habían mantenido contacto telefónico, sorteándose mutuamente, diciendo poco, haciendo un blando colchón de silencio donde pudieran amarse cómodamente cuando decidieran verse.

Esa noche había llegado. Alfredo pasó por Amanda tal como habían acordado y apenas mirarse tuvieron el convencimiento de que una cena sería de lo más inconveniente en aquel primer encuentro. No se besaron ni se tocaron, solo se miraron largamente. Alfredo condujo mecánicamente hasta su apartamento, recreando mentalmente todo lo que había imaginado que sucedería la noche en que Amanda estuviera finalmente en su cama; desde el día en que la conoció se despertaba en las madrugadas repasando los detalles de su cuerpo, calculando distancias, suponiendo texturas, inventándose un sabor que la hiciera inconfundible.


Cuando llegaron ella permaneció estática junto a la puerta, hasta que Alfredo pronunció su nombre y Amanda tuvo la sensación de que debía obedecer a un llamado que la haría traspasar el umbral de aquella noche. Se tocaron palmo a palmo, se sorbieron los poros con delicadeza de novatos, se lanzaron al suelo y rodaron como colina abajo, sin soltarse y sin perder el ritmo de la caída, se alimentaron mutuamente con sus líquidos, se torturaron y se dieron tregua, como si solo quedara ese día para hacerse justicia.

Más adelante llegó el momento de los ruegos y las concesiones. Había que detenerse solo por segundos y continuar con el rito de los últimos suplicios, mantenerse fuerte lo mismo mártir que verdugo. Preparados ya para una agonía inolvidable, Amanda se retiró del juego, sonriendo cual sonámbula. Alfredo la contempló inconmovible y se precipitó sobre ella en un estallido que fue como contar hasta tres y salir volando por una ventana a la que se le ha roto el vidrio con antelación para tal fin.


Al final, Amanda sintió que un grito estruendoso y contenido por años le había estallado dentro del cuerpo. Alfredo se detuvo aturdido, buscando un sitio donde ponerse a salvo del temblor.

A la mañana siguiente se despertaron sin vestigios de la crueldad que presidió las horas anteriores. Cumplieron torpemente con las cortesías de rigor de los amantes, esperando el lento transcurrir del tiempo, contando hasta tres para salir volando, esta vez definitivamente.



Yilenia Meléndez Z.

Imagen de portada: Imagen de dominio público seleccionada por Jenny Meléndez Z.
Imágenes de ilustración: Imágenes de dominio público seleccionadas por Jenny Meléndez Z. 

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