A Vanessa Hidalgo
No quise entonces, en este aniversario, hacer un recuento intelectual de esta ciudad implacable, ni hacer recorridos por páginas o citas, sino asirme a ella desde lugares entrañables: rememorar los primeros encuentros y ver sus impactos en sus olores y sonidos. Las imágenes están guardadas en otra dimensión de mi memoria, listas para abrirse en otros momentos; pero los sonidos y los olores forman parte de aquello íntimo y cercano, instalado en el cuerpo casi sin verbo. Así será más instintivo, así como se evocan las cosas más entrañables y también más dolorosas.
A la ciudad vine a vivir por primera vez a los veinte años de mi edad cumplida. Estaba acostumbrado a dormir sin bullicio nocturno. Además del silencio y la respiración de mis hermanos, solo escuchaba los sapos en los estanques o los grillos de la lluvia. Pero cuando llegué, supe del sonido de una ciudad muy diferente.
Desde la soledad de aquel cuarto de Catia, donde leía hasta altas horas de la noche, donde estudiaba y era feliz, le daba forma a la ciudad sin verla. Así se sucedían cada jornada los bailes de las noches, las ambulancias constantes y los lejanos tiroteos. Aquella música era el barrio con su son propagado por risas y gritos todas las noches, era la conga que después vi en la cancha entre vecinos.
Aquellos tempranos días escuchaba la noche y adivinaba una afluencia numerosa allí frente a mi ventana. Nunca había sentido la presencia múltiple en mi casa pueblerina y nunca antes mi soledad fue tan simultánea con tanta gente. Pero esta era una proxémica extraña: solo existía cuando corroboraba que el ruido era presencia.
Viví en un grande y escueto apartamento, de los que diseñó Villanueva para las vísperas del perezjimenismo. En inmensos bloques se guardaron los sonidos de los que vinieron del interior, los que arribaron para hacer fortuna, o así se lo creyeron. Entre tantos, llegaron mis familiares de los páramos andinos con su música y sus lejanos recuerdos y en un principio también con el gruñido de sus animales domésticos o el canto picoteado en los pisos. Estoy seguro de haber escuchado algún gallo matutino acompañado por el estruendo de los autos.
Y de aquellos aromas de la patria, salía entonces de la fábrica apostada ahí mismo, de La India, entre los edificios de la calle Colombia, el aroma a cacao a todas horas. Pero yo prefiero ubicarlo en las tardes y con llovizna y colocar en las tardes también y muy cerca de allí, en el boulevard Pérez Bonalde, el inconfundible olor del café de aquellas máquinas de espresso traídas por los viejos italianos. Cafés pequeños de paisanos.
En Catia, la ciudad no olía a smog ni a tránsito. En las noches, olía a lluvia, a humedad venida del Junquito o de otras montañas. Se metía como neblina en los bloques de luz de aquel simple apartamento donde estaba el viejo familiar paterno que nunca salió de allí. Ese a quien le inundé la casa con olor a tabaco, pues nunca en mi vida tuve un cuarto tan lleno de humo como ese. Y como tantos estudiantes que recibió Caracas, me imaginé otra vida más bohemia y así fumé, leí, bebí y amé.
Después de tanto tiempo, mi cuerpo recuerda con agrado olores y sonidos a los cuales nunca volví a acceder de igual manera. Por eso se me hacen entrañables aquellos años: los primeros, siempre los primeros inocentes.

Imagen de portada:
Unidad Vecinal General Rafael Urdaneta, 1947-1956, arquitecto Carlos Raúl Villanueva e ingeniero Leopoldo Martínez Olavarría, en http://guiaccs.com/obras/unidad-vecinal-general-rafael-urdaneta/
Imágenes:
Boulevard España de Catia (1983), sin autor, en Fundación Arquitectura y Ciudad: https://fundaayc.wordpress.com/2013/12/01/1983%E2%80%A2-boulevard-de-catia/
Mario Abreu (1919 – 1993), El gallo (1951), Colección FMN – GAN
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