I
Llevar las riendas de un hotel cinco estrellas, donde los famosos hacen vida con sus mañas, perros, miedos y encumbrados egos, es un afán de sádicas e impredecibles proporciones.
Lidiar con la psicología de tanta celebridad enseñoreada, alojada allí, en legítima defensa de su fama, es motivo de pesadillas, ansiedad, depresiones y el estrés postraumático más radical: tolerar a quien se cree predestinado. Sobre todo para una joven gerente, encargada de atender a cuanta personalidad neurótica atraviese el asediado umbral del hotel, donde fans esperan ver, tocar, morder, golpear, sentir la febril presencia de su dios mediático.
A Julia, “Gerente de Personalidad”, como bien dice su cargo, con toda la extrañeza y el agobio que implica velar por la seguridad de quien lucha por un cupo en el cielo de la fama, le toca recibir a un artista de peso internacional; sobre todo para la sentimentalidad latinoamericana: Juan Gabriel.
El lobby es un hervidero emocional. Fans, periodistas, agentes de seguridad, medios de comunicación, perros policías meando a sus amos producto de la ansiedad reinante. Gritos y desmayos como recurrentes pequeñeces ante la llegada del artista, que bate récords de neurosis de masas cada vez que alguien grita “¡Llegó Juanga!”.
Julia activa el cordón de seguridad:
—Pendientes con la llegada de Juanga, es decir, el doble. Al señor Juan Gabriel, el real, lo ingresaremos por el área de cargas alimenticias.
El equipo de seguridad pone en marcha el performance más cuidado de la noche: hacer creer a la masa frenética, que ese doble es el señor Juan Gabriel. La función empieza con el ingreso de la limusina blanca, asediada por los fans, quienes, en un arranque de pasión, se lanzan sobre el vehículo, impidiendo su entrada al hotel. Una orgía de gritos, lágrimas, voces coreando sus principales canciones, la ira canina esperando accionar su colmillo, policías y cuerpo de seguridad abriendo paso al actor de reparto, embebido en sus reglamentarios quince minutos de fama, dibujan un cuadro psicótico propio de un estallido social.
—La fama vuelve loca a la gente —dice Juanga, el doble.
—Gózatelo papá, que no sabes cuándo volverá a repetirse —le contesta el chófer.
La limusina llega a la entrada del hotel, reportando desmayos, afonías, un tamiz de pantaletas sobre el capó, perfecto retrato del paroxismo lujurioso. Y una lluvia de rosas alfombrando la entrada triunfal del artista más deseado de la noche.
—¿Me bajo? —pregunta Juanga, con evidente temor.
Es la primera vez que se enfrenta a la fuerza de un club de fans verdaderamente histérico. Su vida como doble no había salido del night club y su cómodo anonimato nocturnal, donde el lance no es ver un show del divo de Juárez, sino preparar el cuerpo para la entrega, con esa o ese que la aventura dispone. Juanga es solamente el sound track que despierta el deseo, una voz de fondo donde se recrea la fantasía que deviene en sexo. Nunca amor. Los amantes que unen sus historias, movidos por su música, vivirán a salvo de la cárcel del deber. Juanga es deseo químicamente puro, que ninguna trampa puede atrapar.
—Sí, es hora. Haz tus últimas oraciones. Porque esos que están allí no son personas, son pirañas, lobos y serpientes reclamando tu carne.
El chófer ríe, sin la más mínima piedad. Abre la puerta de la limusina, se dirige a la puerta posterior, desde donde saldrá Juanga, que está a punto de sufrir un ACV isquémico. El cordón de seguridad cierra filas. Los fans son un volcán en plena erupción de bilis. Los perros no paran de ladrar y mearse. Y justo cuando el chófer abre la puerta de la limusina, aparece una voz anónima diciendo desde un parlante:
—El de la limusina no es Juan Gabriel, muchachos. El verdadero llegará por la zona de descargas de alimentos. Ese es un piche doble.
La masa frenética hace un microsilencio, mira dudosamente y se mueve como un tsunami hacia la zona en cuestión, sumiendo en la tristeza más radical a Juanga, el doble, que ve alejarse sus reglamentarios quince minutos de fama.
II
Juan Gabriel llegó en un taxi conducido por uno de sus guardaespaldas. No hubo estridencias. Caracas extrañamente estuvo despejada para la llegada del artista al hotel. Sencillo, vestido con “ropa de domingo”, tal como él la describió: camisa manga larga y pantalón casual blancos, acompañado por unos mocasines del mismo color y limpidez, junto a unos potentes lentes oscuros sostenidos por una sonrisa espléndida, esperanzada, sin ensayos ni fintas, abierta a la embriaguez de las guacamayas endulzando el aire.
—¡Bienvenido, señor Juan Gabriel! Reciba usted la más cordial bienvenida en nombre de…
—Querida, ¿para qué tanta formalidad? Dime Juan, como los amigos que somos.
El estrépito de la sonrisa de Julia terminó de iluminar el momento. No pudo articular palabras. El destello de la alegría eximió todos los argumentos posibles.
—¿Me invitas a tomar algo?
—¡Por supuesto, Señor Juan Gabriel!
—¿En qué quedamos?
—Juan, quise decir.
—Mejor.
Y se adentraron al hotel, atravesando el área de descarga de alimentos, entre los trabajadores que hicieron del aplauso un concierto aupado por el júbilo. Juan Gabriel paseó con Julia, llevada de su brazo, en la delicada forma de sus pasos y gestos, dibujando una alegría meridiana en cámara lenta. Surgieron besos, firmas, abrazos, palabras de admiración. No hubo fotos. Sí la belleza de un hombre entregado a su público con la única certeza posible del momento: amar y ser amado.
Así avanzaron hasta llegar a un jardín privado donde lo esperaba el vino y un almuerzo frugal, solicitado por él, en la más estricta soledad, para caldear sus emociones, la energía vital necesaria de sus shows y acrobacias sentimentales. El mestre del hotel dispuso la mesa, lo invitó a sentarse, mientras servía el vino y disponía la vajilla. Juan Gabriel estaba agradecido y conmovido por tantas muestras de afecto. Pero su mirada se hizo inquieta. Julia le preguntó:
—¿Necesitas algo?
—Sí. Otra silla.
—Ok. Ya la mando a traer.
Por favor. Quiero que almorcemos juntos.
—¿Cómo?
—¿No te apetece?
—Pensé que querías estar solo.
—Ya tendré tiempo para ello, ¿me acompañas?
—Sí. Absolutamente.
Juan Gabriel dispuso su silla para Julia, mientras ella solicitaba una al hotel. Llegada la silla, se sentó sereno, pidiéndole a Julia que le hablara del cielo caraqueño:
—El cielo caraqueño es lo mejor de sus ciudadanos. Cada vez que un caraqueño sube la mirada para ver el azul sobre sí mismo, su alma se cura. El solo hecho de volver la mirada hacia el cielo caraqueño, es un acto de fe, de libertad. ¿Cómo no creer en quienes buscan su propia grandeza allí, reflejada en la densidad celeste y plural donde todos cabemos, a la que todos hablamos con esperanza, donde no existe amenaza que pueda separarnos. Y es que el cielo de Caracas es un útero donde podemos crecer sin miedo.
Juan Gabriel queda extasiado ante la prosa poética de Julia que, emocionada, termina llorando. Juan Gabriel toma su silla, se sienta junto a ella y le pregunta:
—¿El cielo caraqueño te trae tan emocionada o es algo más?
—Es el país. Su destrucción. El dolor y sufrimiento de tanta gente.
—Es trágico lo que sucede en Venezuela, muy cruel.
—Sí. Así es. Mi trabajo me aísla de muchas cosas. Realmente vivo aquí. La demanda de trabajo es muy alta y no queda tiempo para pensar ni…
—¿Sentir?
—Ni sentir.
Un largo silencio abre el espacio del sentir profundo, auténtico, sin componendas.
—Julia, ¿cuál es tu canción favorita de mi repertorio?
—Querida.
—Pongámonos de pie.
III
Julia y Juan Gabriel se ponen de pie. Él la abraza, cálidamente. Ella se entrega, rendida a la ternura de un hombre capaz de conmover hasta lo más profundo. Y de pronto, en un gesto de impensado afecto, Juan Gabriel se acerca al oído de Julia y le canta en susurros:
Querida.
Cada momento de mi vida,
Yo pienso en ti más cada día.
Mira mi soledad, mira mi soledad,
Que no me sienta nada bien, oh ven ya.
Querida.
No me ha sanado bien la herida.
Te extraño y lloro todavía.
Mira mi soledad, mira mi soledad,
Que no me sienta nada bien, oh ven ya.
Querida.
Piensa en mí sólo un momento y ven.
Date cuenta de que el tiempo es cruel,
Y lo he pasado yo sin ti, oh ven ya.
Querida.
Hazlo por quien más quieras tú.
Yo quiero ver de nuevo luz,
En toda mi casa, oh, oh
Querida.
Ven a mí que estoy sufriendo.
en a mí que estoy muriendo,
En esta soledad, en esta soledad,
Que no me sienta nada bien, ven.
Querida.
Por lo que quieras tú más ven.
Más compasión de mí tú ten.
Mira mi soledad, mira mi soledad,
Que no me sienta nada bien, oh ven.
Querida, querida…
Y mientras Julia escucha su concierto de oído, deja caer sobre el pecho de Juan, las lágrimas que Caracas le exigía: un dolor reposado donde se sintiera una ciudad amada, importante, útil en la vida de sus paseantes, que no sólo pasan de largo sino que se detienen a llorarla, a sentirla desde las entrañas, haciendo de ella un lugar más vivo, aún en el dolor.
Imagen de portada: Fotografía de Azalia Licón Sandoval
Imagen de Juan Gabriel trabajada digitalmente por contexturas.org
Fotografías de Azalia Licón Sandoval
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Excelente y conmovedor texto. El margen entre la ficción y la realidad se aprecia delgado y casi invisible. El tono poético combina perfectamente con la figura central del relato. Impecable.
Anaís, querida. No tengo palabras adecuadas para definir mi gratitud ante la belleza y generosidad de tu comentario. La alegría me sobrepasa, como generoso obsequio de tu lectura, de refinada y profunda mirada. Gracias. Sigamos celebrando la palabra como fruto de Eros. Un abrazo cósmico, colmado de amor.
~Yor.
Me encantó esta publicación… Pude conectar con esa mirada al cielo caraqueño… Y me sentí conmovido e identificado con los sentimientos de Julia al llorar por Venezuela…