Dice Juan Villoro que la crónica es el ornitorrinco del género literario y que, bajo esa premisa, se permite casi todo: imaginar, recrear y contar historias. Hace dos años que vivo en Buenos Aires y, aunque me cueste decirlo, Caracas se me ha ido diluyendo de a poco. Recuerdo imágenes completas, paisajes en 360 que cuando reviso y hago zoom, se distorsionan. Los detalles se han ido perdiendo. Confieso que me cuesta darle cuerpo a personajes que conocí allá. Me cuesta darle voz a los rostros que me encuentro en Instagram y que muestran la eterna mordida de la ciudad que responde a mis formas.
Estoy lejos.
En agosto, en la Esquina Principal con Avenida sur 2 de Caracas, hubo un concierto de salsa que no vi. Dicen que ahí nació el primer gesto de libertad de la República cuando el pueblo se alzó y le dijo que no a Emparan en 1810. Yo solo recuerdo que esa fue una de las tantas esquinas donde tomé birras con mis amigos y fui feliz con los músicos de turno, los que me presentaron a Fito Páez y a Charly García cuando ni siquiera imaginaba que terminaría narrando en primera persona la furia que evocan en sus canciones.
Los conciertos siguen pero ya yo no logro imaginarlos.
A ratos esta es una crónica que no cumple su objetivo principal, que es ubicar al lector en tiempo y espacio. Mi texto evoca el erotismo en el Caribe sin poder traerlo a tierra. La nostalgia ocupa el lugar donde debería latir el pulso del periodista que se encarga de darle contexto a la escena. Yo, en cambio, voy exprimiendo recuerdos hasta armar un collage precario de una ciudad que quedó suspendida en mi memoria, que duele y se hace herida, que es más ficción que retrato y que no ha dejado de jugar caprichosamente con Eros.
Las fotos de Marcelo Volpe son magia. No solo porque capturan las miradas y los gestos de individuos cuyos nombres no son más relevantes que la presencia misma de sus cuerpos; sino que logran darle sentido y dimensión a una de las tantas cosas que extraño, quizás la más simple y compleja: las formas de demostrar afecto en el Caribe. La cercanía y la importancia de la piel, la magia de los gestos pequeños, lo que abarcan las miradas y la salsa como único sonido posible para hablar de nuestra manera de amar y enamorarnos.
Bienvenidos a un concierto que no existió nunca con personajes que, espero, sigan amándose a ritmo de rumba y son, hasta que la piel aguante.
Las miradas se encuentran en medio del gentío. La masa sudorosa gira sobre su propio eje o anclada en el cuerpo del otro. El espacio es minúsculo pero poco importa porque desde el cielo, las parejas parecen tuercas que ponen en movimiento la sincronía del universo. Son la danza de los planetas alrededor de un sistema que no es solar porque la luz se escondió hace rato. La noche nace temprano en el Caribe, la vibración de los metales, o quizás el paso apresurado de los timbales, emana una onda expansiva de seis manzanas a la redonda ‒hasta cruzar la avenida Urdaneta‒ que gobierna ese cosmos hecho de piel y sudor.
De a poco nuestros protagonistas van trazando un eje hasta transformarlo en un campo que no debe confundirse nunca con el de batalla, y que será el lugar donde se iniciará la danza. No se pierden de vista, ni siquiera por el ajetreo y a pesar del malestar que producen las pisadas.
He llenado tu tiempo vacío de aventuras y más / y mi mente ha parido nostalgia por no verte ya. La voz chillona de Lalo Rodríguez que sale de las cornetas se hace terciopelo, en breve una nueva banda se subirá a la tarima para darle vida a la música del Gran Combo y de la FANIA. Aunque el vapor distorsione el encuentro y la línea del bajo le retumbe fuerte en el pecho, ella avanza segura, a un ritmo que trasciende el tiempo de la canción y que está fuera del compás del movimiento de las otras parejas. Son cosmos distintos que transitan en perfecta armonía y que solo son posibles en una ciudad como Caracas, donde las contradicciones son certezas y en donde la vida siempre ha bailado pegao con la muerte.
Su boca cobra vida.
Y haciendo el amor te he nombrado sin quererlo yo.
Sus labios, como pequeñas dunas fucsias, lanzan al mar de gente la frase con disparo honesto, la pronuncia con calma, sabiendo que del otro lado la espera el abrazo seguro donde se cobijan sus pasiones. Sonríe y en el gesto, su piel se pliega, trazando un mapa que evidencia su madurez. Es una mujer hermosa, de caderas anchas y senos pequeños. Luce las canas en una melena oscura que le llega a los hombros. La sangre le sube a los cachetes y él, al otro lado, se lo pierde. La humedad del roce se escurre por los brazos del público que pide a gritos una pausa de agua santa y ardiente que queme la garganta.
Un hombre libra la sed de todos, se da un guarapazo de esa agua que limpia cualquier impureza, que le alborota la sangre, que le espanta los miedos y lo bendice el tumbao.
El magnetismo sigue intacto.
En la otra orilla, frente al Teatro Principal, él se deja llevar por los metales. Coño, Lalo, elévate, chico. Cierra los ojos y aprieta el puño de dientes, da dos pasos hacia atrás y uno más hacia adelante, sonríe y alzando la vista, le reza a un dios que le aplaude la gracia: Hasta en sueño he creído tenerte devorándome / y he mojado mis sábanas blancas recordándote / en mi cama nadie es como tú / no he podido encontrar la mujer / que dibuje mi cuerpo en cada rincón / sin que sobre un pedazo de piel. Se frota las manos como quien recuerda con gusto una travesura y entonces la figura de ella se hace más nítida. La marea de gente la fue llevando hasta su encuentro.
Sus caderas se mueven con sensualidad con el mínimo esfuerzo, como un péndulo que va y viene. A ratos parece que flota. Todo vibra, se desplaza y florece en la frontera de su cintura. En la única ciudad donde no nacen flores, donde la brisa es una constante y llueve al ritmo de la clave. Con las manos aparta la pollina que se le asoma al costado de la frente y en ese gesto que la trae a tierra, cae en cuenta del bululú, siente el calor del gentío y el trote de sus pulmones sofocados por tanto aliento y sudor. Cada vez está más cerca de los brazos que la sostienen y le hacen cosquillas; quizás por eso siente un corrientazo, un hormigueo que se dibuja en la columna vertebral y la hace reír. Esconde el gesto entre las manos, dejándole ver la pulsera roja que tiene enganchada a la muñeca: ‘déjame, chico’, le dice con la mirada.
Que la ruta de piel que se abre paso a los costados de su cabeza y que deja al aire libre la textura rugosa de su cráneo, no te engañe. Es un pavo viejo con todas las de la ley: la cresta solo funciona porque va acompañada por pantalón y camisa de vestir, correa y zapatos a juego. ‘Vente, miamor’. Parece que llevan viajando una eternidad, nadando entre cinturas, brazos y piernas que se contonean. Apenas Lalo va por la tercera vuelta del coro y todavía faltan las frases sueltas ‒como un salmo responsorial‒ donde el cantante siempre alcanza el clímax en la intención de su vuelo poético.
Es el tiempo justo, la sincronía perfecta que les permite bailar los minutos que quedan de una canción que se han dedicado en silencio incontables veces, esa que evocan en cada encuentro íntimo, cuando hay menos gente, menos ruido, menos ropa y que pone en pausa a Caracas. Atrás, lejos, quedan la ciudad y sus fantasmas, quedan comprimidos los demonios que la devoran hasta suspenderse en un compás distinto de amor y rumba.
Giran, van, vienen pero las manos no se sueltan: son el templo que cobija lo que Octavio Paz definió como la llama doble de la vida. Él se muerde los labios y sus manos trazan una ruta invisible que la eriza. La descarga de adrenalina que le produce se transforma en acción, se da vuelta pero el giro muere antes de completarse: su espalda queda anclada al pecho de él. Los besos que se dieron primero en la boca, ahora se expanden y conquistan el cuello, avanzan en una cruzada extraordinaria hasta sus brazos.
El vuelo, la danza terrenal, el desplazamiento de dos materias que intercambian partículas de eros y Caribe, disipa el aroma a ron, plomo y caña clara. Es complicado capturar la ruta de dos criaturas movidas por tal impulso, quizás por eso solo quedó el registro del aterrizaje.
Fotografía de portada: Marcelo Volpe
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