El amigo secreto

En mi país se tiene por tradición jugar al amigo secreto en Navidad. Debe jugar un grupo de por lo menos cinco personas para que logre ser divertido. Se escriben los nombres de los participantes en papelitos separados. Estos se doblan, se revuelven bien y se agitan, de preferencia en una caja pequeña o en un par de manos ahuecadas para que cada quien saque uno y revise el nombre que le salió sin permitir que los otros lo vean. Si sale tu propio nombre, debes regresar el papel y sacar otro. La persona que te tocó es a quien le vas a regalar algo durante el juego, es decir tu “amigo secreto”, quien no debe enterarse hasta el día final que eres tú quien le regalas. Existen varias modalidades, pero principalmente se acuerda dar un regalo diario, día por medio o semanal a tu amigo secreto, esto sobre todo si se juega en oficinas. Este obsequio puede ser una chuchería o algún detalle gracioso, una nota, cualquier cosa que te provoque regalarle, o que se decida siguiendo unas pautas previas; se acuerda una fecha para entregar lo que será el regalo final, un regalo en serio.

Descubrí el juego del amigo secreto durante mi infancia, en la casa de mis primos en Valencia, donde solíamos celebrar la Navidad. Creo que las navidades más alegres las viví en el transcurso de esa época de abundancia y esplendor, tanto para el país como para mi familia. Recuerdo que como viajábamos desde Puerto la Cruz, donde vivíamos en aquella época, o desde Caracas un tiempo después, no había oportunidad de hacer el sorteo con tanta antelación como para dar los regalos diarios. Me parece recordar que a veces alguien sacaba por nosotros los papelitos a distancia y nos decía a quién teníamos que regalarle. Jugaban adultos y niños, y el 24 de diciembre se entregaba el regalo definitivo.

El chiste de este juego, al menos para nuestra familia, era dar no solamente un regalo “de verdad”, como le llamaba yo, sino un regalo sorpresa, que era una suerte de chiste sobre alguna característica o gusto particular que tuviera tu amigo secreto. Debo celebrar que mis parientes eran realmente ocurrentes, y estaban dados a la burla y a la risa sin el menor escrúpulo o consideración por los sentimientos ajenos.

Claro que con los niños los regalos sorpresa eran bastante benignos, pero con los adultos no había medida. Tenía una tía, la dueña de la casa donde nos reuníamos, a quien le encantaba jugar con la masa con la que hacía las arepas, hacía bolitas pequeñas y podía pasar un buen rato distraída con ellas, dándole vueltas entre sus manos. En una ocasión en la que a mi mamá le tocó ella como amiga secreta, se le ocurrió regalarle una bolita de masa como sorpresa diciéndole: “toma comadre, para que te la lleves a todas partes”, ocurrencia que fue coreada por grandes risotadas. Mi papá que era bastante corto de vista y manejaba con mucha cautela, en una oportunidad recibió unos lentes enormes hechos con cartulina con un cartelito que decía “Águila veloz”. Mi tío Álvaro recibió una vez una arepa rellena con carne mechada, otra de mis tías un kilo de mapuey morado, una verdura que le gustaba muchísimo y casi no se conseguía. Era un momento de goce total, de complicidad en familia, de fiesta. Nos poníamos en círculo y éramos por lo menos veinte personas, cada uno esperando su turno, sorprendiéndose porque no tenía la menor idea de quién le iba a dar el regalo.

El juego solía ocurrir después de la cena navideña, y era el momento más esperado de la noche. Antes que nada había que decidir quién empezaba la ronda, si la persona de más edad, el menor de todos, o aquel cuyo cumpleaños estaba más cerca; a veces el juego se trancaba porque si en medio de la dinámica le regalabas a la misma persona que te regalaba a ti, había que comenzar de nuevo. Nos reíamos a carcajadas en esa noche, recuerdo los abrazos, las ocurrencias, los chistes en medio de la sala iluminada por el arbolito de navidad, la mesa dispuesta con las hallacas, el jamón planchado, las nueces, la torta negra más deliciosa que he probado en la vida, el ponche crema, el dulce de lechosa en medio de los adornos y los candelabros.

Esto lo hicimos durante varios años, no recuerdo cuántos, pero sé que me marcaron para siempre. No recuerdo haber pasado unas navidades más alegres o concurridas, donde se bebiera y bailara tanto, donde todos compartiéramos, niños y adultos sin distinción, donde realmente se dejaran atrás las diferencias. Por una noche nos amábamos desenfrenadamente y nos permitíamos ser completamente felices.

Esta celebración la hacíamos en casa de uno de los hermanos de mi mamá y su esposa, la mujer más generosa que he conocido, en ese lugar viví buena parte de mis vacaciones durante la infancia, y descubrí que la familia era mucho más que papá, mamá y mis hermanas. Recuerdo que el mismo año en que mi tío murió, por allá en 1990, volvimos a su casa en diciembre, pero ya no fue lo mismo. Faltaba el nacimiento que con tanta ilusión él mismo armaba con suficiente antelación para no descuidar los detalles, recreando lo que se imaginaba era el pueblo de Nazaret para la época en que nació Jesús, con toda suerte de pastorcitos, ovejas, plantas, y un riachuelo por el que corría agua de verdad, y que tenía sonido. La bóveda del cielo azul tenía estrellas que se encendían de noche, y el pesebre del niño estaba vacío hasta el primer minuto del 25 de diciembre. Era una emoción muy grande llegar a casa de mis tíos y correr para ver el nacimiento, en un espacio especial que quedaba en el salón de la biblioteca, donde también había un órgano y un mapamundi giratorio de los grandes.

Muchas cosas cambiaron después de esa muerte, la primera muerte importante en mi vida. Tiempo después seguimos haciendo el intercambio de regalos el 24 de diciembre, no en casa de mis primos, pero sí conservando la tradición de los papelitos secretos y la promesa de callar el nombre de la persona a quien te tocó regalarle hasta la nochebuena; eso sí, nunca más tuvimos el regalo sorpresa adicional, ni el ambiente de total alegría de aquellas fiestas en Valencia.

Hoy en día mi mamá, mis hermanas y yo, seguimos dándonos regalos el 24, no a manera de intercambio, sino que cada una compra un regalo para las demás. Yo compro un regalo para mi mamá y para cada una de mis hermanas, y ellas hacen lo mismo, no importa lo que ocurra, jamás faltamos a esa pequeña tradición. Es el momento más especial de esa noche, nos emocionamos por cada detalle que nos obsequiamos, aunque sea una tontería. Después de eso nos quedamos felices, esperando que sean las 12:00 a.m para desearnos una feliz navidad y poner al niño Jesús en su cuna de heno. Hemos incorporado a mi hija y a mi esposo en esta costumbre, aunque ellos no compren regalos para todas, somos las locas de los regalos de navidad.

Supongo que lo que hacemos es una manera sutil de mantener viva la alegría de tiempos pasados, y de tener presentes a todos los que ya no están con nosotros. Nuestra familia es grande pero muchos se han ido, y los que quedamos nos hemos dispersado bastante, no hemos asumido el compromiso de seguir celebrando juntos, como nos enseñaron nuestros padres. Siento que con cada regalo que nos damos, con cada risa que compartimos en esa fecha, no solamente nos decimos cuánto nos queremos y nos seguiremos queriendo el año siguiente, y el que viene si tenemos suerte, sino cuánto nos hemos querido como familia durante tantas décadas. Es una manera de conjurar a los que ya se han ido, y de apuntar hacia el futuro con esperanzas. En casa ya no jugamos al amigo secreto, pero seguimos teniendo la misma ilusión en este encuentro, a pesar de las ausencias.



Yilenia Meléndez Z.

Fotografía de portada: Jenny Meléndez Z.
Fotografías: Jenny Meléndez Z. y Yilenia Meléndez Z.

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