El comienzo de una tradición

Voy a encabezar esta crónica con una declaración de principios: a estas alturas de mi vida, la Navidad me pone en un estado de ánimo que transita entre la pesadumbre, la melancolía y el mal humor. A medida que el transcurso de los días se acerca al último mes del año, me entra una especie de congoja, de ganas de tomar impulso y brincar por encima de él, para aterrizar en el plácido y muerto enero. Tengo motivos personales para ello; tal vez me haya vuelto un poco grinch. Puede parecer contradictorio y antipático prologar un texto sobre la Navidad de esta manera, pero, tal como me lo enseñaron mis mayores, la honestidad debe privar sobre cualquier otra cosa.

Por supuesto, no siempre fue así; en la infancia, como casi todos los niños, la adoraba. La Navidad era una fiesta por y para la niñez, por lo menos en mi entorno familiar. No quiero decir que los adultos no participaran a gusto en ella, pero eran como actores de reparto, que cumplían funciones subalternas para facilitarle el regocijo a los protagonistas, nosotros los niños. Al llegar noviembre comenzaba la ardiente espera. Yo notaba la cercanía de las festividades por la conjunción de varios factores: la transformación que experimentaba una de las zonas comerciales por excelencia de la ciudad en esos años, en su vertiente este, como lo era la Calle Real de Sabana Grande (antes de ser bulevar peatonal), cuyas vidrieras competían entre ellas en originalidad y esplendor de mercancías recién llegadas, y sus ornamentos callejeros eran un espectáculo de luces y colores que invitaban a los paseos nocturnos, solo para disfrutarlos y asombrarse con ellos; el cambio del clima, con cielos despejados y azulísimos y temperaturas más bajas, y el ánimo general que se sentía en el ambiente. También en el colegio se apreciaba la llegada de la época festiva, pues se relajaba un poco la habitual severidad de las maestras, y se escuchaban las prácticas de los alumnos con dotes musicales, que ensayaban aguinaldos, parrandas y villancicos. Y, por supuesto, los medios audiovisuales se encargaban de recordar a todo momento la cercanía de la gran festividad del año, tanto en los programas como en la publicidad televisiva, y en la música que colocaban las emisoras de radio.

Los niños desenterrábamos de los closets esos implementos que serían nuestros fieles acompañantes durante esa temporada tan esperada: los patines. Para utilizarlos todo el tiempo, desde finales de noviembre hasta bien entrado enero, en grandes patinatas colectivas, o en petit comité con los amigos de la cuadra. En particular, viví la transición de los patines de ruedas de hierro, que utilizaba la generación anterior, a los de ruedas de goma, que fueron una revolución importante en términos de confort y menor contaminación sonora. Los de hierro hacían una bulla infernal al rodar sobre el asfalto, aunque para los nostálgicos ese sonido sea sinónimo de Navidad. Independientemente del modelo, ambos tipos de patín se acoplaban al calzado gracias a unos ganchos y unas correas que debían ajustarse con mucho cuidado, a fin de evitar accidentes y esguinces. Todos cargábamos atada al cuello la llavecita que permitía regular tanto la longitud como el agarre de los patines, pues era frecuente que las tuercas se aflojaran tras unas cuantas horas de uso. Lo bueno de los patines de ese tiempo era su versatilidad y,  dado que eran adaptables: no hacía falta reemplazarlos todos los años, salvo casos de deterioro severo. Y vaya que eran duraderos, sobre todo los de ruedas metálicas. Casi indestructibles. Los patines de mi infancia servían para todas los tamaños de pie y se podían intercambiar con los amigos, prestarlos o pedirlos prestados.

En mi familia, la Navidad no tenía un significado religioso. Es decir, no poníamos nacimiento, no asistíamos a la tradicional misa de medianoche, ni conmemorábamos de alguna manera el nacimiento del Niño Dios. Por lo menos no explícitamente. Era más bien una fiesta mundana, podríamos decir que casi pagana, dedicada a los placeres materiales, sobre todo el del gusto, y cuya actividad focal era la apertura de los regalos que colmaban el espacio bajo el árbol de Navidad, pieza fundamental del ornato navideño en nuestra casa: al principio, artificial; luego, en la medida en que mejoraban las condiciones económicas, natural, canadiense, y cada año un poco más grande. En mis primeros años, los regalos se abrían la mañana del 25, siguiendo la tradición de aguardar por la figura sobrenatural. En nuestro caso no se trataba del Niño Jesús, sino de otro personaje más cercano a San Nicolás, puesto que en la región de proveniencia de mi familia, el Veneto, quien trae los regalos es una santa, Santa Lucía, o en su defecto la befana, una especie de bruja que premia o castiga a los muchachos, dependiendo de su comportamiento durante el año que estaba al terminar. Por razones prácticas, tal vez para amoldarse a la cultura popular imperante en su patria de adopción, mis padres decidieron  delegar la responsabilidad en Santa Claus, que dejaba los regalos de madrugada al pie del pino. Más adelante, al estar mayor y luego de haber conocido por fin la verdadera identidad del responsable de los obsequios navideños, los regalos se abrían cerca de la medianoche, antes o después de la opípara cena que nos esperaba en la mesa, dependiendo del pujo de los más pequeños, ansiosos de conocer qué nos había traído esa Navidad.

De pequeño, me daba más o menos igual la parte gastronómica de la ceremonia navideña, pues era de poco y mal comer. Pero cuando fui creciendo comencé a apreciar más los placeres de la mesa, que por fortuna eran prodigados por las manos expertas de mi mamá y de mi madrina, ambas grandes cocineras, tanto del día a día como de las ocasiones importantes, y las cenas de Navidad y de fin de año eran las grandes pruebas a las que se sometían gustosas. No recuerdo algún menú en especial que se repitiera todos los años (no teníamos algo equivalente a la trinidad criolla hallaca-pernil-ensalada de gallina, por ejemplo); por lo general, había entradas de canapés variados, con exquisiteces como salmón ahumado, patés de foie gras, caviar negro o rosado, y productos de charcutería entre los cuales destacaba el prosciutto. Luego un primer plato, seguramente pasta, casi siempre lasagna o canelones; a continuación, el plato principal, que podía ser carne de res, cerdo o ave, con una gran variedad de contornos, entre ellos polenta y unas hierbas amargas salteadas con tocineta que todavía me hacen suspirar; luego, una selección de quesos italianos y franceses.

Y por último, para cerrar el banquete, el producto de horno tradicional de la ciudad de mis ancestros, Verona: el pandoro, por lo general de marca Bauli o en su defecto de la competencia más cercana, Melegatti. También se colaba de tanto en tanto algún panettone, pero no era la regla. Todo regado con una amplia selección de vinos blancos, tintos y espumantes. Cuando la cena se realizaba en mi casa, que según recuerdo era la mayoría de las veces, los aromas que emanaban de la cocina eran a la vez tortura y presagio del placer que experimentaríamos horas más tarde.

La cena navideña tenía su colofón en el almuerzo del 25. Una comida compuesta por lo general de las sobras de Nochebuena, pero con una excepción importante e invariable: los tortellini in brodo. Una sopa que permitía “asentar el estómago” luego de la comilona de la noche anterior, cuya preparación es sumamente elaborada, por lo menos para nuestro juicio, y que hacía mi madre sin ninguna ayuda, desde la preparación de la pasta, el relleno y el armado, y cuya receta nunca nos traspasó. El recuerdo de la enorme sopera, blanca, rebosante de un caldo denso y oscuro en el cual nadaban los tortellini, es de esos indelebles en la memoria.

No sé cuántos hacía, pero todos los comensales repetían por lo menos una vez. Pensándolo bien, ese era el plato emblema de nuestra Navidad, el condumio invariable y celebrado por todos.

Pasaron los años, y formamos nuestras propias familias. La Navidad se convirtió en la ocasión para reunirnos todos, en casa de mi madre, a pasar la tarde del 25 reeditando los célebres almuerzos de nuestra niñez, alrededor de la mesa del comedor que vio congregados a los miembros cambiantes de la familia, las hijas, sus novios, a veces los suegros, con la misma sopera blanca como centro de atención. Hasta que en el año 2009 una ingrata noticia nos sacudió: mi madre enfermó de gravedad, ella a la que nunca en mi vida había visto guardar cama por más de un par de días, de una salud de hierro envidiable y proverbial. La enfermedad la consumió en un par de meses, justo en noviembre. Esas Navidades fueron tristes, ¿cómo negarlo? Pero también se convirtieron en la excusa para comenzar una tradición en la familia. Creo que fue idea de una sobrina: ¿por qué no rescatábamos la elaboración de ese plato, tan entrañable para nosotros? Dicho y hecho: con lo que cada uno de nosotros recordaba, de pura memoria y teóricamente, puesto que nunca habíamos participado en su hechura, reconstruimos la receta, y la pusimos en práctica. Todos los miembros de la familia nos abocamos: mi hermana se dedicó a elaborar el relleno, yo me asigné la labor de hacer la pasta, y los demás se dispusieron al armado. Y lo asombroso fue lograr, desde el primer intento, un producto que tal vez no era igual al original, pero se le acercaba bastante. A partir de ese año, no hemos faltado ni una vez a la cita. A pesar de lo duro que se ha vuelto todo, de la escasez, de la dificultad para encontrar ingredientes de calidad, y del alto costo que ello representa, nos las hemos ingeniado para darle continuidad, y cada vez nos acercamos más al sabor que recordamos, o por lo menos eso queremos creer.

En estos diez años ocurrieron muchas cosas en nuestro entorno: matrimonios, nacimientos, fallecimientos,  y la emigración de mis dos hijas. Cada vez somos menos los que nos reunimos el fin de semana anterior al 24 para elaborar los tortellini. Pero  los que todavía permanecemos aquí tenemos el propósito de no dejar morir esta tradición, y esperamos que pueda continuar cuando ya no estemos. Tengo una aspiración: que se convierta en legado. Uno de los pocos legados tangibles, asociados a los orígenes italianos de nuestra familia, que les podemos dejar a nuestros descendientes.



Mirco Ferri Sette

Fotografía de portada: Archivo de la familia Ferri Sette
Fotografías: Archivo de la familia Ferri Sette y Jenny Meléndez Z.

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