Esta Navidad la comida sabe a victoria

“Hoy la comida en vez de brindar un espacio de amor es una lucha”
– Ocarina Castillo

“Desde que se cesa de luchar por ella, la vida ya no tiene sabor”
– A. Palacio Valdés

Todo ritual requiere unas formas, normas y estructuras claras que puedan facilitar su repetición a la largo del tiempo. Consiste, igualmente, en un gesto de recrear o representar —en cuanto a que vuelven a crear o a presentar algo nuevamente— un hecho que ha quedado como acto fundacional o base para una comunidad.

Esto se hace particularmente evidente en las fiestas navideñas: regalos, comida, vestimenta, compras, decoración, música… Todo vuelve a repetirse casi a pie juntillas y ya en el mes de octubre pueden empezar a oírse en la radio de la cocina o en el cada vez más caótico transporte público las mismas gaitas de siempre y, de vez en cuando, alguna nueva producción que ha logrado violar la censura y cruzar el lago de Maracaibo.

Pero estas repeticiones no son siempre exactamente iguales, aunque “repetición con variaciones” pueda sonar a oxímoron. Cada acto de repetición pareciera involucrar una variación, por más ligera que esta sea. Así pasa con la Navidad: las tradiciones se mantienen, pero se celebran distinto en cada familia y en cada casa.

De acuerdo a la teoría neoclásica del arte, a cada estilo clasicista (ordenado, limpio, poco decorado, que sigue unos férreos cánones de imitación al arte grecolatino) le sigue uno barroco (recargado, dramático y efectista, dinámico y de apariencia, a veces, caótica) en un ciclo que se repite una y otra vez como si se tratara de una constante del espíritu.

De manera similar se ha vivido la Navidad en mi casa. De una decoración comedida y austera debido a la difícil situación que vivieron mis padres antes de mi nacimiento y durante mis primeros dos años de vida, se mudó a una decoración más bien excesiva durante los años noventa e inicios de los dos mil, durante el auge de la renta petrolera. Luces, paños bordados, figuras de porcelana, candelabros, muñecos de batería con movimiento y música incluida, trenes, nacimientos, un árbol de plástico. Con el pasar de los años hemos ido abandonando ese barroquismo por unas formas más humildes, hemos optado por decorar de manera más sobria, quizá por los duros tiempos, quizá sea un reflejo de la soledad que inunda a la familia como un río calmo, o quizá es sólo el devenir de mi adultez. La Navidad gira usualmente en torno a los más pequeños de la casa y yo tuve por mucho tiempo ese rol en la familia… Rol que he recuperado debido a la diáspora. Es, hasta cierto punto lógico que la decoración y los gustos hayan cambiado, entonces, con mi envejecimiento.

Hay, aun así, unas constantes: la bota grande de Navidad con motivos de ratones cuelga de la puerta de mi cuarto, el árbol va en el balcón con mementos de mi infancia y la de mis primos, y abundan imágenes de ciervos por toda la casa, desde el seibó hasta los adornos que cuelgan de las ramas del árbol —mezcla del gusto materno y de una fijación infantil con la película Bambi de Disney que llevó a una búsqueda obsesiva a lo largo de Caracas en una de mis primeras navidades—.

Pero hay un elemento de nuestra Navidad que pareciera no estar regido por mi rol en la casa: la comida.

Nunca he sido amante de la comida navideña (muy condimentada, muchos sabores juntos). Si se ha hecho en casa ha sido siempre por un afán de mis padres por mantener las tradiciones. Aunque nací y fui criado en Caracas mis familias provienen de distintas partes del interior del país: mi padre de los Valles de Aragua, mi madre de Maturín. Ambos llegaron a la capital en los años sesenta.

Así las cosas, las tradiciones en casa deberían ser un híbrido entre las de la región central y las del oriente del país. Sin embargo lo que predomina son, más bien, unas costumbres orientales muy bien asimiladas a la realidad caraqueña —“A uno lo reconocían fácil… Unos muchachos ‘cogidos a lazo’ y venidos de oriente, uno tenía mucha pena”, recuerda mamá—. Es curioso como la cocina y las costumbres se heredan por línea materna casi siempre. Tampoco mis hermanas tienen tradiciones que pertenezcan a la familia de papá, todo pareciera venirles del lado andino de su madre o de unas tradiciones caraqueñas mucho más cosmopolitas.

Siguiendo las tradiciones de línea materna de la familia, la noche del 06 de enero celebramos muy discretamente el día de reyes en casa de los abuelos, comiendo y regalándonos chucherías y baratijas —“Cuando era pequeña no existía el Niño Jesús, ¡mucho menos San Nicolás! A uno en oriente le regalaban los reyes”—, y en Navidad la hallaca lleva huevo sancochado entre los adornos. Pero junto a esto se comen nueces, turrón y se toma ponche crema como le gustaba a la abuela… Todo en tiempo pasado, claro.

Familia numerosa y de muchas mujeres, los Farías giraron esencialmente en torno al padre, mi abuelo. Un hombre cariñoso y gentil, pero algo inflexible. Por él se oía “Las uvas del tiempo” de Andrés Eloy Blanco cada 31 de diciembre y era él quien decidía la producción anual de hallacas y bollitos, cuándo detenerla y variarla.

Todos los diciembres los hijos se reunían en casa para hacer las hallacas junto a mis abuelos y a este ritual que tomaba todo el día se fueron uniendo luego las parejas de las hijas. “Se casa una hija, gano un hijo”, decía el viejo. El trabajo se encontraba estratificado: la abuela hacía el guiso y con ayuda de las hijas y el abuelo amasaba el día previo. La mañana del día del ritual uno de los hombres se levantaba a limpiar las hojas y luego las mujeres procedían a tender, adornar y doblar; el abuelo amarraba y hervía.

Pero con el pasar de los años cada hijo fue creando su propia casa y la tradición se fue diluyendo. Para cuando nací ya no era sino un recuerdo.

Mamá se fue de casa a vivir con papá y mudó la tradición a nuestra familia nuclear de tres, reduciendo la cantidad de unas abundantes trecientas cincuenta hallacas a unas más modestas cincuenta. La estratificación del trabajo se mantuvo, sin embargo: la mujer hace el caldo y amasa, el hombre lava las hojas y amarra al finalizar; juntos los tres tienden y doblan las hallacas. La música navideña a medio volumen en el equipo de sonido permaneció como elemento esencial durante la fabricación del plato.

La crisis económica y política, así como la diáspora que fue dejando a la familia cada vez más sola y desvalida, fueron acabando con esta tradición y hace ya dos años que no hacemos una hallaca, ni compramos nueces, ni ponche crema. Hace años que las reuniones navideñas se han reducido a dos de mis tías, mis padres y yo. Una noche larga y sin grandes alegrías, con pocas risas y cada vez menos presentes. Hacer las hallacas perdió la gracia al no tener a quien regalarlas ni con quien compartirlas. Sin contar, claro, con lo costoso que se había tornado hacerlas.

2019 fue un año muy duro. La situación del país, la incertidumbre política, la crisis económica, las continuas despedidas, el deterioro de la salud de mis tías, dos operaciones para devolverle la vista a mamá, una de las cuales resultó infructuosa. Todo esto fue haciendo mella en el espíritu de la familia y hacía ver las futuras navidades como una sombra gris y grande. Otra Navidad solos los cinco, sin las visitas de mi hermana ya que estaría de viaje. Sin lujos. Sin mucha fiesta ni alegría.

“¡Pues no!” —dijo mamá un día en la mesa del comedor— “¡No me la calo! Este año hacemos aunque sea bollitos, es necesario.”
Papá y yo nos miramos las caras.

“¡Unos cincuenta bollitos, pero los hacemos! Lo necesito.” — Concluyó.

Y así, tras varios años sin hacer comida navideña de ningún tipo, nos dispusimos a la tarea. Pero ahora con otros ojos, más acuciosos a los detalles y a la significación de estos ritos.

Quizá el tiempo alejado de estas tradiciones avivó un creciente interés por ellas. Quizá fue la resolución de mamá de retomarlas que conllevaba un cierto espíritu de lucha, de resiliencia, lo que nos impulsó tan ávidamente a producir los platos. Hace tiempo leí una entrevista a Yolanda Pantin en donde la poeta decía —la parafraseo pobremente— que en tiempos de totalitarismo mantener los espacios de lo íntimo, privado y familiar eran importantes actos de resistencia.

La tradición estuvo atravesada por la situación del país, claro, no podía no ser afectada —somos tres sueldos en casa y llegar a fin de mes a veces se complica—. No hicimos hallacas esta vez, solo bollitos como dijo mamá. No usamos onoto para teñir la masa ni el aceite. Debido a lo costosos que se han hecho los huevos decidimos no usarlos en la mezcla y guardarlos para futuras comidas.

Las hojas las rastreamos y las terminamos comprando en un mercado comunal, por kilo y sin lavar, lo que obligó a papá a retomar su antigua labor de limpiar las hojas a mano —hacía años que las comprábamos empaquetadas y preparadas en el supermercado—. “Tu tío Orlando decidió una vez limpiar las hojas” —comenta mamá riendo agudamente mientras tiende sobre la hoja de plátano— “Se levantó a las 4:00 am. Él no tenía idea del trabajo que llevaba. ‘¡Más nunca hago esta vaina, no joda!’, ‘Ah, ¿tú no querías lavar? ¡Lave!’, le decíamos”—.

Se colocó música navideña como antaño y nos tomamos nuestros puestos de trabajo en la mesa. “¡Ya va!”—dijo mamá—“Primero nos comemos el minestrón”. Desconozco si el minestrón es tal cual como lo comemos en casa, pero en verdad con esta receta me basta y me sobra: mamá cocina una sopa de granos rojos, densa, con verduras y algún retazo de carne de cochino (el que se tenga a la mano), al caldo se le añade pasta corta ya cocinada. Siempre ha sido así. El día de las hallacas se come minestrón en casa. Como en el caso de muchos ritos cuando se va a la fuente del acto no hay una explicación profunda ni un significado ancestral. “Es lo más fácil”—responde mamá mientras tiende un bollito y se ajusta el paño a la cabeza—“Es una comida calórica que llena el estómago y te da energía para trabajar largo rato… Y a todos nos gusta, de paso”.

Resuelta la comida inició el trabajo y llamó mi atención el hecho de que la división de las tareas se había alterado: mamá hizo el guiso como siempre, pero en esta ocasión amasaron las manos que escriben este texto; ambos tendimos y doblamos. Papá siguió siendo el encargado de atar, contar y hervir los bollos al final.

Logramos hacer unos cincuenta y un bollitos con la receta alterada… Bueno, cincuenta, uno se deshizo en la olla. Las hojas se rompían, se dividían al tender la mezcla o doblar los bollitos. Terminamos regalando el excedente de hojas enteras y retazos. Eran muchas para lo que podíamos producir.

Resulta que no hay una receta en todos los cuadernos de mamá sobre comida navideña. “Todo eso se hace al ojo” — me dice. Yo pienso que las hace con el alma, recordando unas formas ya hace mucho tiempo aprendidas e interiorizadas.

Estoy seguro de que las navidades no volverán ya a ser como cuando era pequeño. Esa inocencia y alegre sorpresa al encontrarme como centro de la casa y los regalos no volverá. He crecido y los tiempos han cambiado. Siento que ahora el foco es otro. Mis padres.

Este 2019 celebramos navidad en casa. Mis padres, dos de mis tías y yo. Hablaremos con mis hermanas por Skype, llamarán algunos de mis amigos en Madrid o Buenos Aires, quizá uno de los vecinos pase a saludar. Será igual. Pero, en cierta forma diferente. Cuando comamos el plato navideño, cuando brindemos por el año que se va, reinará en nosotros un cálido sentimiento de orgullo. En estas navidades mamá le habrá ganado a la desesperanza. La comida caliente tendrá un retrogusto a victoria.



Ricardo Sarco Lira

Fotografía de portada: Astrid Hernández
Fotografías: Astrid Hernández

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