Entornos vacíos

Querría discernir sobre algo particular en nuestras ciudades, en estas ciudades de estos días, de estos tiempos de barbarie. Querría mirar hacia algo a la vez evidente y relevante que es difícil ignorar en nuestra cotidianidad, en nuestra Caracas. ¿Acaso podemos desdeñar el cierre incesante de las puertas de tantos locales, las ventanas, las rejas, los pórticos, las “santamarías” y otras cerraduras no tan marianas en las aceras de la ciudad? Todos los días presenciamos cómo poco a poco se cierran más y más los espacios, establecimientos que se vacían, casas que se abandonan, apartamentos que se clausuran, voces que se lacran ante un anatema impuesto por un mandato ciego e injusto, pero que persigue claramente una claudicación general en el modo de vida y de su entorno, que incluye la manera en que la ciudad se anima y progresa.

No es poca cosa. Quizá sean demasiadas cosas al mismo tiempo. Entre tanto, mucha gente ha partido, en el injusto desplazamiento de venezolanos que recorre el mundo. Es espacio lo que nos ha dejado esta emigración, una ausencia irrefutable que quiero mirar ahora, porque además es la ciudad y no solo nuestra mirada la que nos hace ver lo que no podemos ni debemos omitir.

Ya sabemos el origen de ese mal, de esa enfermedad; el diagnóstico ha sido preciso, el remedio imponderable, pero mientras acaece, mientras esta crisis se acrecienta y sin fondo certero, la ciudad se sigue vaciando.

A los que somos testigos de esta partida, podemos dar cuenta de estos lugares vaciados. Somos habitantes de ciudades que han abandonado miles de personas. ¿Qué pasa ahora en estos espacios? Se puede contemplar por doquier estos ambientes desamparados, cerrados, casi en ruinas, otros vaciados, sin personal o cosas que ofrecer. Qué pobres se han vuelto nuestras ciudades, sin nosotros. ¿Nos volveremos a reunir algún día en sus entornos?

Tomemos una avenida entre el este y el oeste de Caracas, la Avenida Victoria en las Acacias, con sus amplios bulevares pensados para el disfrute y el desarrollo de un espacio ejemplar de modernidad y progreso en nuestra ciudad, animada por sus paseos, cafés y zonas comerciales.

Era un espacio urbano creado para ese concurrido tránsito comercial y social, donde hacer solaz con las bendiciones del trópico, y escenario de una animada conversación o un encuentro casual entre vecinos o amigos. En lo que va de siglo XXI, estuvo ocupada recién por comercios chinos y árabes, que subsistieron entre las tradicionales cafeterías italianas y demás tiendas. Pero ya han desaparecido también. Hay tanto vacío, entre las casas, entre los locales, entre las personas. Un silencio extraño flota en el ambiente. Ya no hay la animada concurrencia de antes, la gran mayoría (o minoría) son ahora personas mayores. Esta es la gran Venezuela socialista en pleno, un milagro logrado a costa de un saqueo interminable, de una ignorancia vil.

Ahora son otras cosas las que se observan: miradas perdidas, manos que hurgan en la basura, pies cansados de caminar, gente hablando sola, grupos de niños harapientos pidiendo a los que pasan, gente vendiendo todo tipo de comidas y objetos a lo largo de la avenida, herramientas corroídas en oferta con punto de venta, ‘se aceptan dólares’, ‘se lo cambio por un kilo de tal’; mucho desconcierto, miedo, sobresalto. Lo que era una vida ahora es sobrevida, una sub-vida. Los espacios están derruidos, abandonados, quebrantados.

Al caer la tarde, casi a las cinco, todos los locales están prestos por cerrar. Pero a la común hora de cierre se suma ahora una desesperanza, una escaramuza, una lucha contra el silencio y contra el vacío que empieza a hacer estrago. Pocos carros circulan, ya no hay San Ruperto, uno que otro transporte pasa, presto y sin poder cargar un solo pasajero más. A las seis ya se ven pocos caminando. A las siete, los que pasan van con prisa. A las ocho solo un grupo de algunos jóvenes andan y ríen. Pero el silencio es completo a las nueve. Todo se escucha con más atención porque en esta ciudad desierta todo resuena. Así es como los espacios decaen y las ciudades adolecen sus males.

En otras partes de la urbe, de un extremo a otro, habrá notorios y similares espacios, que reflejan en menor y mayor intensidad este decaimiento, esta inmensidad deshabitada que intento trazar acá, y a la que nos hemos acostumbrado.

¡Qué difícil es ponerle voz a este vacío! Parece que merodeo en imágenes sacadas de un documental sobre la guerra en las metrópolis modernas, pero no, allí están, ahora las ‘puedo ver’ frente a mí.

Y no ha habido una guerra, sólo su devastación enconada, lenta, sigilosa. Esta ciudad que ha perdido su voz, en mí se reencuentra por momentos tratando de subvertir y llenar esos desiertos con estas inquietudes. Debo intentar acercarme y descifrar este enigma, aunque me disipe también en sus espacios. Y a pesar de todo, en las tardes, algo me ayuda. Debo captar una imagen que me ofrezca respuesta, o que al menos la suspenda, mientras cae el día.

Habitar la ciudad nos lleva a veces a olvidar los alrededores, a omitir detalles, a restar luz a algunos lugares y a elementos que nos acompañan. En estos entornos vaciados, donde repercuten ahora tanto los sonidos, donde también las imágenes parecen resonar, ha habido una manera inesperada de repoblar estos espacios urbanos, una forma ataviada en un ápice de belleza que nos colma y estremece en medio de este derredor tan agraviado.

Siempre han estado presentes nuestras aves en el medio urbano caraqueño, ¿cómo no apreciar sus sonidos, su compañía majestuosa en este momento taciturno, crepuscular de la ciudad? Ahora más que nunca sus cantos, y en particular las bulliciosas guacamayas, resuenan en nuestro entorno como en una cavidad hueca, plenándolas, estremeciéndolas. Estas navegadoras de nuestro cielo caraqueño, que lucen tan solidarias en su estruendo, y se acercan a nuestras ventanas receptivas, traviesas.

¡Qué suerte tenerlas por compañía en estos tiempos, cuando otros emprenden afligidos vuelos peregrinos! ¡Qué imagen de belleza fugaz pero reiterada nos obliga a mirar el entorno, los cielos, el Ávila abrazado a su cordillera, y esta luz que nos encandila y nos envuelve en un misterio aún por anunciar! ¿Será entonces que podremos resolver este enigma? ¿Tendremos tiempo para revivir(nos) en estos espacios?

Ya en nuestro argot, en nuestro día a día, nos acostumbramos a decir con consabida familiaridad sobre el “éxodo”, para referirnos a ese flujo migratorio de decenas, de miles, de millones de coterráneos, que discurren fuera de nuestra tierra natal. No sé si valga la pena añorar algún Moisés guiando alucinado esta henchida tribu ahora dispersa hacia alguna tierra soñada, prometida. Quizá sea mejor así, y que cada quien lleve dentro de sí no solo la promesa de un nuevo y mejor destino, sino la certeza que esa tierra “de gracia”, que ese recuerdo agraciado, le acompañe victorioso en su empeño, y le señale el camino de regreso para revivir con nosotros nuestras ciudades.



Eduardo Tovar Zamora

Fotografías: Azalia Licón y Eduardo Tovar
Fotografía portada: Azalia Licón

Compartir:

1 comentario en «Entornos vacíos»

Deja un comentario