En el número diecisiete de la calle El Carmen

Detrás de la mirada, una memoria infantil retrata imágenes fragmentadas de una ciudad del pasado. El valle de Caracas en todo tiempo, ahora más que siempre, es viaje a un evocar, reflejos en trozos de ruinas inadvertidas, vivientes, como señales constantes de un anhelo mayor, mapa de lugares, objetos e historias de gran valor, vestigios inmortales conforman una cómplice entidad invisible entre quienes habitaron en un mismo lugar. Es también nostalgia de pertenecer al lejano hogar. En esos trozos de ciudad ya antigua, se percibe la existencia de una Caracas primitiva, con mucha pretensión; se edifican paso a paso teatros, trenes, tranvías, monumentos, parques, plazas, museos e iglesias a la par de las grandes capitales del mundo. En aquellos tiempos Caracas pulsaba, desafiante hacia un nuevo siglo, el entrante siglo XX, soñadora de luz, brillo y de gran destino de movimiento y color.

A mi imaginación infantil le resultaba fascinante hurgar en las habitaciones de las abuelas, es así como la naturaleza evocativa de la memoria de una niña se dispara en medio de lo que parece una gran hazaña, una de esas travesuras, quizá el ejercicio retador de tramar el mejor plan posible, ante la misteriosa e imperativa prohibición: “bajo ninguna circunstancia se debe entrar en aquella habitación de la casa”.

Así, en el número diecisiete de la calle el Carmen de Monte Piedad, en el centro fundacional de mi ciudad natal, Caracas, aún hoy se encuentra la vieja casa donde crecí, entre sus gruesas y húmedas paredes, sus excepcionales pisos con diseños andaluces de colores terrosos, muy bien pulidos eso sí, y claraboyas traslucidas de luz celestial.


Casa matriarcal, del cuidado familiar y del crecimiento, de la historia familiar… casa del lugar y objeto sagrado.

Vienen a mi mente la rigurosidad y el extremo cuidado de intocables vitrinas con excelsas vajillas y juegos de copas del más delicado cristal, finamente grabadas, en ciertos casos, con ornamentos labrados al vidrio y dorados ribetes en sus bordes.

Muebles de paleta, un comedor de cedro acompañado por el enorme seibó, robusto y sólido mobiliario para resguardar la platería y piezas de porcelana italiana que engalanaban el festín de ricos platillos para alguna importante ocasión. Aquellas piezas sólo aparecían ante nuestros ojos para ser utilizadas en cenas navideñas o en ocasiones especialísimas que ameritaban su uso de acuerdo al grado del evento a festejar y de la prestancia de los invitados.

De manera específica recuerdo, el cuartito junto al patio que hacía las veces de almacén, especie de buhardilla o ático, donde permanecían guardados infinidad de cachivaches, objetos de toda naturaleza, macetas y herramientas, adornos, juegos de ollas de diversos tamaños, bandejas, entre tantos otros. Para un coleccionista de oficio sería un verdadero deleite el simple ejercicio de ordenación y clasificación, un definitivo viaje al quehacer de un pasado distante pero no tanto.

Sigilosamente había establecido rutas interiores dentro de la enorme casa. Lugares y objetos, sin entender cómo, regocijaban algo en mi espíritu; muchas veces en secreto, lejos del ruido y la algarabía de ese montón de muchachitos, permanecía por largo tiempo en los espacios sordos de aquella casa.

Sin embargo quedaba como frontera irreductible la habitación de la tía abuela Inés María, quien pasaba la mayor parte del año en la casa de San Joaquín, casona o casa a modo colonial, con patios internos, jardín central lleno de frondosos helechos, una gruta de la Virgen de Lourdes al término del zaguán, una mata grandísima de mamón que en el mes de mayo tapizaba por completo el piso del patio trasero… y así compartía, entre techos de tejas y de zinc, pisos de cemento pulido, ventanas coloniales altas con postigos y descansos, una versión extendida y más lujosamente decorada de la casa caraqueña.

La tía abuela Inés María era una mujer prolija, un tanto pretensiosa en el hablar, reluciente en el vestir, coquetamente acicalada. De las niñas Arévalo Hermoso, como las llamaban por allá en el 29, ella era quizá la más destacada, tanto por su apariencia intachable −ningún cabello fuera de lugar, vestidos perfectamente planchados, zapatos rechinantes− como por su dedicación y mística laboriosa en toda actividad. Ambas jóvenes, desde muy pequeñas, habían tenido una exigente educación en labores del hogar, sin descuidar ni un segundo sus asignaciones y estudios en la educación formal. Para la época, sin duda, un indicio bastante avanzado con respecto al esquema femenino tradicional de la Caracas que recién salía de la dictadura gomecista.

Lo cierto es que los estrictos controles casi militares de la bisabuela dieron fruto, sobre todo, en la tía abuela Inés María, hija obediente, quien logró adquirir varios diplomas en áreas administrativas, ejecutiva y de finanzas, resultando en una joven independiente y exitosa profesionista. Sin embargo he de suponer que su temperamento, muchas veces estricto, responsable en todo momento, de carácter recio y de autodominio, más su implacable rectitud, la llevó hacia una soltería perpetua.

En el momento preciso en el que la abuela dormitaba en su poltrona reclinable frente al televisor y hacía movimientos ciegos con sus brazos, alterada por el revolotear insistente de la plaga circundante y el posa pie elevado coincidente justo al lado de las puertas de madera a dos alas aseguradas apenas por una aldaba, descolgué con sumo cuidado el pestillo de la cerradura y lentamente empujé ambas puertas, aterrada ante la posibilidad de que el crujir seco despertara a la abuela.

Nada ocurrió. Respiré aliviada. Desde adentro entrecerré ambas puertas y quedé en silencio, bañada por la luz celestial de una de las cuatro claraboyas.

El sutil gusto por develar lo sensible oculto en el misterio, y el contenido de intimidad resguardado dentro de las enormes y pesadas gavetas de sus peinadoras y mesitas de noche, en cofrecitos, cajas de música y alhajeros, imaginando que en algún momento contuvieron –quizá– joyas valiosas de preciado oro compradas en tiempos mejores, sobreviviendo durante años hasta llegar a épocas de escasos recursos y recesión.


Saltaban a la vista fotografías antiguas, tarjetas, cartas y postales de parientes lejanos y amigos que permanecían en contacto a través de la correspondencia… Habría de pasar casi una treintena de años para resignificar el regocijo de aquel estado misterioso. La infanta visión había descubierto un sentimiento ancestral sobre el alma de las cosas y sus lugares; la curiosidad había traspasado el orden superficial de lo físico para reencontrar la vida sagrada envolvente detrás de los objetos, sus personas, lo real y algunos mundos imaginarios.

Había encontrado el sarcófago del reino sagrado de una historia contentiva de mil historias más.



Sara González Seijas

Fotografía de portada: caracascuentame.wordpress.com
Fotografías: Sara González Seijas / Caracas en Retrospectiva

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5 comentarios en «En el número diecisiete de la calle El Carmen»

  1. La identidad caraqueña se reconstruye y es honrada con esta curiosa crónica que no deja perder el enfoque en esas joyas familiares que se redibujan en nuestra mente, y que traen a nuestra mente una avalancha imágenes de objetos que cuidaban nuestro abuelos con tanto recelo y que se convierte (como dice el autor) en “vestigios inmortales”, en este caso al tiempo que se resiste.

    Gracias Sara por esta fresca crónica que nos invita, a revisar nuestros álbumes, nuestras colecciones familiares, a hablar de nuestros familiares y sus ricas anécdotas, de sus afectos, de la ciudad y el tiempo en que vivieron…!

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  2. Hermoso relato, divina escritura, memorias acunadas en un corazón de niña bien cuidado en una tradicional familia. Gracias por compartir de manera sutil la esencia de un familia, de una ciudad y su cultura, y de la persona que atesora en sus recuerdos el amor a sus ancestros.

    Gracias Sara… Quiero seguir leyendote!

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  3. Me impulsa la curiosidad ver esta imagen de Sarita para tratar de calzarla en su clásica personalidad de introvertida. Y coincide, solo que, ¡Sorpresa!, tras esa impresión familiar encuentro un atisbo maravilloso del bagaje cultural que hereda de sus mayores.
    ¿Cómo será su universo?. Seguro si lo describiera nos transportaria, con la misma facilidad, al rincón de las causas dormidas que cuentan sus anécdotas. ¡Un abrazo y un humilde voto por tu inspiración!

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