Los vivos entre los muertos

De los ex-presidentes Rómulo Gallegos e Isaías Medina Angarita nunca se podrá decir que descansaron eternamente en paz, y ello es así también para cientos de venezolanos difuntos que tienen su morada final en el Cementerio General del Sur. A todos ellos, sin distingos o consideraciones de algún tipo, el hampa y los malvivientes organizados en el camposanto han violado su lugar de supuesto reposo eterno.

Desde hace muchos años, son infinitas las denuncias por la profanación de tumbas, el saqueo de materiales nobles de las mismas, los robos a visitantes y, en definitiva, la desidia y el olvido por parte de las autoridades responsables del sitio.

No hay más que adentrarse en el cementerio, en este caso, por obligadas razones familiares, para que denuncias y estadísticas resulten insuficientes para percibir el horror y el caos.

La presente crónica, de la cual se presenta este extracto,  fue publicada en el diario Tal Cual y forma parte de un diario personal.

Semanario. Norma Socorro
Día 5. Los vivos entre los muertos.

Ayer fue el entierro de mi tía, en el Cementerio General del Sur.
Hace muchos años ella y su marido, muerto hace bastante tiempo, habían comprado allí una parcela. Lo hicieron cuando en materia de entierros aún no se establecían diferencias entre el sur y el este, cuando la muerte no se dividía los espacios de la ciudad.
Y bueno, mi tía quería pasar la eternidad al lado de los restos de su esposo.

Tantos años sin ir a este cementerio. Era día de mercado, del tradicional mercado del Cementerio, no del de antes, que bastantes veces fui de pequeña con mis hermanas, sino del de ahora, que ya es mucho decir.

El pandemónium de carros, personas, mercancías, maniquíes sexi en media acera, puestos de venta de cualquier cosa imaginable, pugnando todos por ganar las pequeñas calles aledañas y la avenida principal que conduce al camposanto.

Todo era sólo un pequeño anuncio de lo posible dentro del cementerio. Adentro, vivos y difuntos lidian con otro caos distinto. Adentro todo remite a dos palabras: abandono y olvido. Espacio para los muertos, tiempo fracturado.

Una densa capa de alguna materia oscura cubre las vías internas, las tumbas, estatuas y mausoleos, los árboles y hasta a los obreros que trabajan allí. Entre el calor opresivo de esa hora del mediodía y la imaginación que me habla de aquella materia como polvo de huesos, se hace difícil respirar.

Imágenes que ahora vienen a mi memoria: Anunciación, palabra escrita en una de las sepulturas por donde pasa el carro fúnebre. Pienso que es una linda palabra.
Férreas cajas de rejas protegen algunas tumbas; imagino que la cultura del miedo que vivimos a diario hacia los más vivos, se ha instalado también para proteger a los ya difuntos.

Muchas esculturas, imágenes sagradas y símbolos de cualquier religión o creencia, dejados como resguardo a las sepulturas, lucen los estragos del robo violento: santos descabezados, nichos objeto del saqueo; en este campus de ignominia ni los serafines se salvan, muchos son ahora restos de argamasa, estos sí, ángeles caídos.

En el Cementerio General del Sur no es posible dejarse llevar por la extraña belleza que suelen tener muchos cementerios, esa estética particular que en medio del silencio induce al recogimiento y a cierta elevación espiritual ante lo inexorable de la muerte; una poética singular mostrada desde siempre por el arte y la literatura. Por el contrario, aquí la huella depredadora de los vivos entre los muertos solo provoca la urgente necesidad de escapar, de cumplir cuanto antes con el deber que nos llevó allí ese día.

El cortejo pasa frente a una parcela sembrada de altas estacas, en cuyos extremos flotan al aire unas camisas de colores azul y beige. Hay muchas de ellas. Colmadas por la brisa, semejan el velamen de pequeños barcos encallados en el polvo espeso. Me explican que al lado está la tumba de María Francia, protectora de los estudiantes. Ellos le llevan las franelas al aprobar algún año escolar o al graduarse; así cumplen su promesa con la hacedora de milagros.

Me enternece la inocencia. Carne joven y festiva en contraste con el medio.

En una sepultura cercana, varios hombres y mujeres hacen una especie de rito, agitan sonajas, fuman tabacos, beben licor. Uno de los sepultureros dice que despiden a un delincuente, muerto violentamente. Es el adiós de sus amigos.

Pero ya estamos en la parcela correspondiente y, cerca de nosotros, por la vía interna, pasan varios motorizados con franelas rojas. Parecería que supervisan algo. Tal vez son de un sindicato socialista del cementerio, quizás esbirros de un cementerio socialista.

Al lado de la fosa que cavan para mi tía, está el mausoleo de una congregación religiosa. Una gran cruz oxidada arropa la leyenda: A los Hermanos Agustinos. La sencillez y severidad del monumento, no desdice de los costosos materiales.

Deteriorados o francamente derruidos, el otrora mármol blanco, los hermosos herrajes y las esculturas de materiales nobles, hace tiempo sucumbieron. La materia rara omnipresente en el lugar, también aquí encontró aposento, desalojó brillos y lisuras. Desterró el recuerdo.

El mausoleo tiene dos niveles; uno a ras de la calle, una placa lisa sobre la que algunos debemos estar de pie para acompañar el acto de entierro de mi familiar. Siento que profano ese espacio, pero parece que el permanente trueque de estas tierras, sitio para todo menos para el descanso eterno, creó este laberinto.

 A un lado en este primer nivel, hay una abertura, se ve que hace tiempo violentada, desde donde inicia una escalera que llevará a los nichos un piso más abajo; a contraluz, haces de polvo dorado por el sol ascienden desde el subsuelo. Parece una llamada para algo. Creo que cualquier cosa o proceso, de vivos o de muertos, puede estar sucediendo allá. Me imaginé bajando las escaleras. ¿Qué habrá abajo? Siento un escalofrío, trato entonces de concentrarme en la labor de los trabajadores, que ya finalizan su tarea.

Pido entonces que mi tía sí pueda descansar en paz.



Norma Socorro Marcano

Fotografía de portada: Gabriel Ignoto
Fotografías: Luis Chacin y Gabriel Ignoto

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